DAFNE
Cupido, Hijo de Venus,
sintió cruel rencor del dios
Apolo,
el alto vencedor de la
serpiente.
De su aljaba de flechas
hace volar al aire dos
ballestas,
una que pone en fuga los
dardos amorosos
y otro que los provoca
a desatar en fuegos la
pasión.
A la ninfa Peneide llegó el
de punta roma
e hirió a Apolo el de oro
con la pasión violenta.
Sólo con ver a Dafne
muchos la pretendían,
mas ella evita el rostro
con el pudor sereno
de la virginidad.
La flecha que, de oro,
a Apolo hirió en el centro
le hace mirar a Dafne
con ojos inflamados.
Los besos y los ojos,
los brazos y las manos,
reflejo son de aquello
que aspira Apolo a degustar
sin freno.
Más rápida y ligera que la
brisa
huye la ninfa por la selva
umbrosa.
“Júpiter es mi padre,
por mí suenan las notas
en mística armonía,
y a mí la medicina
acude por amparo,
mis flechas son certeras
y a todas sobrepasan
salvo a la del amor,
esa que tú me clavas
en lo hondo de mi pecho”.
Ninguna apelación
a Dafne pone meta.
Huye, su cuerpo al viento
desnudo, con la brisa
meciendo sus cabellos,
hermosa como el cielo de la
tarde.
Apolo se apresura
a perseguir sus huellas
negándose el descanso.
Ya las manos de Apolo se
aproximan
al rostro de la ninfa,
agotadas las fuerzas
por la agitada huida.
“Haz desaparecer
-suplica Dafne con sus voces
a Peneo-
esta figura hermosa
que tantos sentimientos ha
agitado”.
Su pechos se recubren,
blandos como la espuma,
de una fina corteza;
en sus cabellos nacen verdes
hojas;
los brazos forman ramas
y su pie busca el suelo
con profundas raíces.
Mas toda su belleza
permanece
y Febo ama la miel de la
corteza
y abraza con sus brazos
las hojas y las ramas
y llora en las raíces,
que crecen al contacto con
el agua.
“Si no mi esposa, sí serás
mi árbol
-musita el triste Apolo-,
coronarás la frente de los
grandes,
serás honor perpetuo,
laurel de amor por siempre
para mi cabellera,
mi cítara y mi aljaba”.
La voz de Apolo y Dafne se
fundían
en olas espumosas del Peneo,
y el mar mostraba en olas
las fuerzas del amor cada
mañana.
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