Cualquier cúmulo de datos debe seguir un
proceso para que resulte útil. Lo primero es su descripción correcta; después
debe llegar una interpretación serena y razonada; y el final apunta siempre a
la aplicación en la vida de las consecuencias que se hayan extraído. Por eso,
una imagen de datos aislada puede resultar impactante, pero no termina diciendo
demasiado si no es bien interpretada. Mucho más valor tienen las tendencias
porque esas sí que indican una base duradera y una inclinación más real.
Se suceden con harta frecuencia las noticias,
las estadísticas, los informes y los análisis que nos indican que la
desigualdad en España es una de las más altas de Europa. No se trata, por tanto,
de unos datos aislados sino de una tendencia y de una realidad irrefutable. Dichos
estudios suelen mostrar como índices analizados asuntos generales que, a los de
a pie, pueden parecernos lejanos y que no nos atañen. Es evidente que esa
percepción es falsa; pero, por si acaso, no tenemos más que trasladarlos a
nuestra proximidad para comprobar que tales desigualdades se cumplen
dolorosamente. (Aquí un poco de tiempo para imaginar y convencerse de ello).
En muchas ocasiones he afirmado que la
justicia tiene, hasta en su definición, mucho de relativo y de comparación, de
relación entre los miembros de la comunidad, de proximidad en igualdad de
oportunidades. Pondré de nuevo un ejemplo grueso pero espero que didáctico. Si
un vecino posee tres lavadoras y el de al lado solo dos, es muy posible que
pensemos que a ambos les sobran lavadoras, pero, incluso en esa situación, se
produce un acto de injusticia y de desigualdad si no se justifica por qué uno
posee una lavadora más que el otro. La justicia es comparación y proximidad en
las oportunidades. Si uno no se convence con este ejemplo límite, busque por ahí
y compare lo que les sobra a unos y lo que les falta a otros.
La falta de igualdad desencadena un torrente
de situaciones que resultan rechazables. En educación, en sanidad, en ocio, en
viviendas, en proyectos de vida, en… Y lo que no es menos importante, en todo
aquello que afecta a los sentimientos y a las relaciones emocionales de las
personas, consigo mismas y con los demás. ¿Qué entusiasmo se les puede pedir a
aquellos que se sienten discriminados en salarios y en tratos por la sociedad
en la que viven? ¿No fomentan las desigualdades la cultura del sálvese quien
pueda y el egoísmo general?
La proximidad en medios y en oportunidades
no solo genera igualdad teórica sino real, crea riqueza, enciende el entusiasmo,
anima el progreso y anima a creer en la comunidad.
Por la disminución de la desigualdad sí que merece
la pena luchar y entusiasmarse, colaborar y organizarse. Tal vez algo más que
por esos otros símbolos por los que fanatizamos nuestras fuerzas y cegamos
nuestra razón. ¿Alguien se imagina, por ejemplo, toda la energía del proceso
catalán puesta al servicio de la lucha por la igualdad en vez de al mandato y a
la sumisión ciega de esa cosa llamada nación o pueblo, que yo cada vez sé menos
qué pueda ser? Estoy viendo manifestaciones con cientos de miles de personas
gritando por la igualdad y ondeando banderas de solidaridad. Y me emociono.
Pero despierto y no veo nada de lo que
imaginaba. Menos mal que el cielo llora con la lluvia y yo me pongo contento
con esas gotas que tanto deseaba.
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