De vez en cuando caen en mis manos libros
que se atreven con la demolición del hecho literario, con la risa literaria del
mundo idealizado y fantasioso en el que tantos se instalan, seguro que para
mantener ese mundo en el misterio y en la bruma que tan misericordiosa es con
todos los que en ella se quieren refugiar.
Yo creo que puedo afirmar que he vivido casi
toda mi vida al lado o en el interior del mundo de la creación literaria:
lectura, enseñanza, creación, conferencias, análisis… Tal vez debería callarme
y no agitar el panorama más de la cuenta, por la lluvia que me pueda caer
encima. Tengo una ventaja que me ayuda: me gusta mucho la desmitificación y
siempre la he defendido, no necesito cambiar el registro ni impostar nada para
opinar acerca de este mundo. Y, a pesar de que me gusta la desmitificación,
creo que la creación sigue siendo privilegio de pequeños dioses; o mejor,
momentos especiales que sitúan al creador en un estadio único. Pero nada
debería dejarlo allí para siempre; lo mejor es que, una vez producida la
creación, se baje del pedestal y se vuelva a la vida con naturalidad, sin
sentirse tocado por ninguna varita mágica ni creerse portadore de ningún don
divino.
Lo que más me molesta de todo este mundo es
que, en el fondo, las peleas se producen por un sencillo plato de lentejas, por
unos minutos de vanidad o por una simple cerveza (a veces hasta sin alcohol).
No son metáforas, sino ejemplos de la realidad. El ladrón de furgonetas llamado
Dioni se jugó el tipo, pero al menos se llevó una buena saca de billetes y tomó
el sol (y otras sustancias) en las playas soleadas de Río.
Algunas veces hay autores que se pegan el
gusto de soltarse y de repasar historias internas y menos conocidas de
creadores. Ahí aparecen todas las miserias imaginables y otras pocas más, al
sombrajo se le caen todos los palos y lo que era tempestad se torna calma y
hasta ausencia de una miajita de brisa. Vamos, vida llana y rastrera, vanidad y
escasa altura. De “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa” a “lo
que pasa en la calle”.
Tal desmontaje es lo que intenta Rafael Reig
en la novela “La cadena trófica. Manual de literatura para caníbales”. En boca
de Espronceda pone estas palabras: “Al fin y al cabo, la literatura no es más
que un tipo que está en su casa y se pone a escribir en pijama. Este individuo
obstinado escribe y escribe, sin parar, hasta que consigue terminar el libro.
Después otro sujeto lo imprime, otro lo distribuye y, al final del recorrido, siempre
aparece otro, también en su casa, que se pone a leer sin zapatos, con los pies
encima de la mesa. Esto es el fenómeno
literario. Pare usted de contar. Tipos cansados, con ojeras, que escriben
en pijama. Mujeres adormiladas en un vagón de tren. Hombres que se descalzan
para leer más cómodos. Niños absortos en un rincón del patio durante todo el
recreo”. Todo esto dicho por Espronceda: qué ironía.
En esta novela rige un tono jocoso y
paródico; eso del fenómeno literario necesita muchas matizaciones, claro (creadores,
editores, distribuidores, modas, lectores…); pero sería bueno que el mar
encalmara, que el misterio se hiciera más luminoso para no caer en aquello de
los jueves milagro, y que todos tuviéramos en el horizonte la levedad del
tiempo y del espacio.
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