ALZAR EL PERISCOPIO
Abro los periódicos y me
los encuentro de nuevo llenos de artículos de opinión acerca de los elementos
políticos que articulan nuestra gobernabilidad: nacionalismos, auge de Vox,
protestas en ciudades y carreteras, acusaciones locales contra esto y aquello,
anuncios de reuniones de las que no se espera nada… Parece como si todo
estuviera manga por hombro y esto no apuntara a ningún día claro y con sol. ¡Y
la vida es mucho más amplia, mucho más colorida y variada!
Uno tiene para distraerse
en cualquier nivel en el que se quiera parar a mirar. En la localidad donde
vivo, hay un grupo de desconocidos (nunca dan la cara escribiendo su nombre)
que, en algún periódico digital local, ponen a caer de un burro a sus contrincantes,
ya no se sabe si políticos o personales. Y siempre lo hacen con medias
verdades, con argumentaciones que casi nada o nada tienen de tales y con una
ligereza que solo invita a huir de todo lo que manifiestan. A mí mismo me
gustaría opinar alguna vez más acerca de lo que sucede por aquí. No lo hago
porque no quiero ni siquiera oler esos ambientes tan casposos e indigentes en
lo que a opinión se refiere. Con lo hermoso que sería echar cada uno su cuarto
a espadas con opiniones fundadas y con serenidad, tratando de buscar el bien
común y no el afeamiento del contrario.
Algo parecido sucede en
otros niveles. También en el nacional (aunque yo ya no sé muy bien qué leches
significa esta palabra: nacional, ni qué ámbitos ni elementos contiene).
Hoy mismo leo un artículo
en periódico nacional, escrito por un catedrático de universidad madrileña en
el que analiza datos estadísticos y concluye que la derecha no volverá a
gobernar si no suaviza su concepción
territorial y no se aviene a acordar con los partidos nacionalistas. Y el
colega se queda tan fresco. Claro, si los datos no se mueven, le puedo dar la
razón: se trata simplemente de sumas y de restas. Hasta ahí no hemos
descubierto ningún mediterráneo. Pero es que, además, en su descripción, se dan
por seguras dos condiciones que también pueden cambiar y ser discutidas. La
primera es la de que los votantes nacionalistas no solo no van a decrecer, sino
que aumentarán. Parece, también, que tuvieran toda la razón y que los demás
tuvieran que caerse del caballo y aceptar la revelación. La segunda es la de
que, para gobernar, hay que adaptar los principios y acaso renunciar a ellos,
con tal de que den las sumas.
Pues no, amiguito, pues
no. Lo mismo que existen concepciones nacionalistas, se pueden defender
posiciones centralistas. Ni unas ni otras son buenas ni malas per se. Confróntense
serenamente, racionalmente, sin estridencias y sin hacerse trampas al
solitario, véase a qué principios y fines responden cada una de ellas y óbrese
en consecuencia. Habrá que suponer -no sé si no es demasiado dar por hecho- que
el fin último es, en todas las posturas, el del bienestar de todos los
ciudadanos. Creo que he dicho el de TODOS. Por si no se me había entendido.
La segunda cala más hondo
y mueve las raíces de cualquier árbol. Se trata de los principios. Cuando una
formación política se presenta a las elecciones, debe hacerlo con la convicción
de que arrasará y de que ganará por mayoría muy absoluta. La razón es elemental:
la de estar convencida de que sus ideas son las mejores para la comunidad. Si
no hay convicciones, lo demás sobra y debe quedarse en casa. Pero las
elecciones dan los resultados que dan y, entonces, hay que hacer gobernables a
las comunidades. Por ello llegan los pactos. ¿A cualquier precio y renunciando
a cualquier principio? NO, NO y NO. Los principios irrenunciables tienen que
ser pocos, muy pocos, pero bien claritos. Y esos hay que respetarlos. Sin
cerrazón absoluta, pero sin que nos impidan seguir defendiendo lo que pensamos.
Es preferible ser minoritario que ganador a costa de defender aquello en lo que
no creemos. Lo contrario es prostitución intelectual, incoherencia y mala
conciencia.
Esta reflexión solo tiene
importancia si la aplicamos en todas las direcciones. Hoy el pretexto ha sido
un dato de partidos de derechas, pero mírese para el otro lado y aplíquese el
procedimiento. Si no lo hacemos así, estaremos traicionando y restando
consistencia a aquello que creemos defender. Sobre todo si actuamos y nos manifestamos
desde una postura pomposamente intelectual.
Si, como decía el vecino
del pueblo de la película Amanece, que no
es poco, todos somos contingentes, al menos reconozcámoslo y tratemos de
disimularlo lo mejor que podamos para que no perdamos la fe en nosotros mismos.
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