CARTA ABIERTA A DON QUIJOTE EN SU MUERTE
Ahora que vuestra merced
está en la fuesa, donde real y
verdaderamente yace tendido de largo a largo, imposibilitado de hacer tercera
jornada y salida nueva; ahora que su escudero, Sancho, gasta los escudos
sin que nadie le ponga cuentas; ahora que
en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño; ahora que lucen claras las
palabras de Cide Amete en las que asegura que su pluma aquí quedará colgada de esta espetera y de este hilo de
alambre; y que para mí sola nació don
Quijote, y solos los dos somos para en uno, y que no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las
fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías; ahora,
digo, quiero enviaros estas palabras, que contienen apenas una pizca de lo que
he sentido en la enésima lectura del inmortal libro.
Acabado el camino de la
primera parte, prometí no sacaros a volar la ribera hasta que no pasaran muchos
días. Tenía la intención de reposar otra vez yo también las ideas que en ella
se contenían y sosegar mis pensamientos para volver a asentir o disentir con
todo lo que en sus capítulos se declara. Pero no se me cocía el pan ante la comezón
de veros otra vez caballero y escudero. Y no lo supe cumplir.
Muy pronto volví a
coserme a las páginas de la tercera salida, como Sancho se cosía a vuestra
meced cuando se sentía desamparado o el miedo le entraba por el cuerpo. Así,
cuando el caballero regañaba al escudero, yo me vestía de escudero y éramos dos
los regañados, mohínos o figuras haciendo pucheros en espera de vuestro perdón;
y, cuando el escudero osaba venir a las manos con su amo, yo defendía a este y
me enfadaba con Sancho.
Porque andar con los dos
y tomar partido solo por uno es pensar en lo excusado. He de reconocer, sin
embargo, que, ya desde los primeros pasos de la última salida, se puede
barruntar la cuesta abajo en la que vuestra merced se va deslizando. Y sabe qué
le digo, pues que me apena recorrer este camino tan digno de compasión con
quien siempre aspiró a desfacer cualquier tuerto que se le presentara en el
mundo de su imaginación. Y siempre con el mismo resultado, el de la aparente
derrota. ¿Habrá en el mundo otro caballero más asendereado, caído del caballo,
apedreado y burlado de toda burla? ¿Es que este mundo está hecho solo para los
que echan todos sus esfuerzos en beneficio personal? A mi mente llegan en
tropel sucesos de vuestra merced y hechos del presente que dan buena cuenta de
lo exacto de tales sospechas. No haré cuenta de ellas por ser esta interminable.
Seguir el camino con
vuestra merced es asistir a una continua sinrazón y a una ausencia total de
compasión y de deseos de mejorar lo mejorable. Por eso, vuestra merced volvió loquicuerdo
o acaso cuerdiloco a la aldea. Yo no sabría decir en qué medida era una cosa u
otra. A las palabras de Sancho me atengo: “No
tiene nada de bellaco, antes tiene un alma como un cántaro: no sabe hacer mal a
nadie, sino bien a todos, ni tiene malicia alguna; un niño le hará entender que
es de noche en la mitad del día, y por esta sencillez le quiero como a las
telas de mi corazón, y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga”.
Y lo mismo podría decir
de su escudero. Déjemelo por aquí muchos ratos, pues su sencillez, su franqueza
y la llaneza en su comportamiento no pueden traer más que buenas consecuencias.
Yo mismo debería
prohibirme más salidas con vuestra merced, pues que ya son muchas, aunque todas
han resultado provechosas, y debería dejarlo descansar en sus sueños eternos.
Pero no puedo ni debo
prometer lo que no depende solo de mi ánimo para ser cumplido. Así que quedo en
un sí es no es que no señala qué derrota he de tomar en el futuro. De modo que
Dios dirá; porque amanecerá Dios y medraremos.
Vale
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