martes, 28 de junio de 2011

CLAUSTROFOBIA

El DRAE define este término como “Angustia producida por la permanencia en lugares cerrados”. No hace otra cosa el diccionario que aplicar el sentido etimológico y sumar los significados de “claustro” y “fobia”. Hasta ahí nada especial y todo muy sencillo. “claudere” apunta a cerrar, a clausurar, a restringir, y fobia, “temor irracional compulsivo”, aporta la segunda parte del significado. Mitad griego, mitad latín, él término que indica la misma aversión, pero a la plaza pública, “agorafobia”, se refugia solo en la lengua griega, en una aportación extraña, pues buena parte de la actividad la realizaban precisamente en el ágora.
Bueno, y basta de etimologías y de pruritos culturales, que no tengo abierta la clase, sino clausurada por vacaciones.
El asunto, por desgracia para mí, tiene hoy aplicación más reconocible y plano más demostrable. Es el caso que esa angustia o estrechez (angosto, angostura, angustiarse…) la he vivido en mis propias barbas y en todo mi cuerpo. Y, para más desconsuelo, la estrechez ha sido física y mental.
La mañana me llevó de nuevo a Salamanca, con ánimos de enfrentarme a la traumatóloga y con deseos de empujarla a que activara alguna otra prueba que me ayude a salir de esta postración en la que me encuentro, por culpa de la ciática que, calculo -y calcula ella- que me ha producido alguna angostura entre dos vértebras y que, por arte de encantamiento, encuentra reflejo y expresión de dolor en mi pierna derecha cuando se le antoja, y se le suele antojar con frecuencia. Quiero decir, coño, que no se me quita este maldito dolor y que malconvive conmigo desde hace más de un mes.
Era media mañana. El sol sofocaba dentro y fuera (después me he enterado de que ayer Salamanca alcanzó calores históricos). Como las radiografías no nos habían dado para mucho, la buena señora me propuso la realización de una resonancia. No le hice ascos a la invitación, sino todo lo contrario, la tomé como un recurso distinto y esperanzador.
Me bajé a la planta de rayos y tuve la suerte de que alguien de los de la lista había fallado y de que hubiera un hueco para mí. A eso, en castellano de a pie, se llama llegar y pegar.
Sin tiempo para nada, si acaso para firmar unos consentimientos que lo único que hacen es asustar al enfermo, una enfermera me invitó a ponerme como don Quijote en la venta en ocasión gloriosa y me introdujo en un tubo estrecho con solo dos indicaciones: a) Vas a estar metido ahí durante unos veinte minutos; b) Toma esta perilla y, si sientes claustrofobia, apriétala para que te atendamos.
Andaba yo a esas alturas como Mingo en la horca, pero con una diferencia. Mingo podía ver desde el cadalso a todos los que, desde abajo, lo contemplaban; yo, en cambio, parecía que me hubiera despedido del mundo y que hubiera pasado a ser carne de chiquero. El susodicho tubo tiene apertura por ambos lados, pero mi despiste, y acaso mi miedo, me impidieron ver la salida y la luz del fondo del mismo; de ese modo, todo parecía que se acababa a solo unos centímetros de mis narices y que mi cuerpo se encajonaba en un lugar que se adelgazaba mucho más que un zulo.
¡Veinte minutos y enclaustrado en aquellas dimensiones en las que apenas cabía mi cuerpo! Enseguida empecé a entender lo que significaba claustrofobia y estreches. ¡Y sin acudir a clase ni de latín ni de griego! ¡El mundo reducido a casi nada! ¡Y mi terraza tan lejos!
¿Cómo combatir esas sensaciones? Solo con ejercicios mentales que mejor es no describir aquí y con el sencillo examen del olvido. Por si los dioses no se habían puesto del todo de acuerdo, andaba, en la sala de espera, entre las páginas de “El gran diseño”, obra de Stephen Hawkins que navega por los conceptos de la materia, de los quarks y de otras zarandajas en las que yo me pierdo conceptualmente. Así que toda la materia se me vino encima, la física y la mental, el tiempo adquirió otra dimensiones, y el espacio ni te cuento. Creo que ahora entiendo mejor también estos conceptos, que precisamente ocupan bastantes páginas en el libro de marras. Y así un minuto, y otro minuto, solo en el agujero y a merced de lo que diera de sí mi imaginación. El repertorio más socorrido se me voló pronto y volví a repetirlo. A veces abría los ojos pero me topaba con el techo del tubo justo encima de mi vista, sin ángulo posible para extender la mirada. ¡Veinte minutos por delante, quince, diez, ocho… !Imposible el fin de aquella estrechez!
Pero, como explica Hawkins, glosando a Einstein, el espacio y el tiempo son variables, y no son planos. Había que aprender a medirlo a mi manera. Y la encontré. Era sencillísima. El intento de sueño sería mi aliado. Así que traté de olvidar cualquier imagen y de invocar cualquier sensación de bienestar y de complacencia. Todo desde la oscuridad pero con imanes positivos.
Creo que me funcionó y que vino a salvarme de un rato eterno y complicado. En un momento indeterminado, la señorita me dijo: “Hemos terminado”. Y noté cómo iba saliendo del nicho de la eternidad hacia la realidad sencilla y cotidiana: enfermeras, ropa, sillas, pasillos… ¡y espacios!
Y Nena que me aguardaba en la sala de espera. Le di un abrazo fuerte y me senté a serenarme. Después procuré olvidarlo todo, hasta este rato de mis cuarenta o cincuenta líneas.
¿Alguien quiere alguna otra lección etimológica?

1 comentario:

Gelu dijo...

Buenas noches, profesor Gutiérrez Turrión:

Le confieso que cuando leí esta entrada me hizo reír. Lo siento, pero ahora, me vuelve a ocurrir lo mismo.
Tal vez fuese por imaginármelo vestido como Don Quijote, ...”en el duro, estrecho, apocado y fementido lecho” de la venta que él imaginaba ser castillo.
No se enfade, sabe que deseo que se le pase pronto este capítulo de su ciática, y que vuelva a sus paseos gozosos.
Comprendo lo mal que lo estaría pasando Nena, esperándole en el pasillo, sabiendo su susto, y todos los que le conocen y quieren.

Saludos.