No se me abren las puertas de las ganas en este mes ciático en el que ando renqueando por todas las esquinas. Son ya varias semanas bajo los efectos de este dolor maldito que me deja transido cuando quiere y me permite andar como si nada me sucediera tres pasos más allá. No me sirven del todo ni pastillas ni inyecciones, ni mejunjes traídos con la mejor voluntad desde las hierbas del campo, ni mis mejores deseos de ponerme un poco en pie. La verdad es que tengo un ataque de ciática como nunca lo he sufrido. Y esto, ya durante varias semanas, me quita calidad de vida y me sumerge en un estado un poco anodino y sin chispa de ningún tipo. De modo que aguanto y veo la vida traspapelada y caprichosa, haciendo de mí lo que le viene en gana. ¿Por qué no me da todo el dolor de una vez y me deja en paz para los restos?
Lo cierto es que anotar detalles de mi salud no parece precisamente lo más universal ni sabroso. Es más, espero que a mí mismo se me haya olvidado dentro de pocos días. Tal vez sí tenga más especias el guiso del concepto del dolor cuando domina la vida y la controla a su antojo. Entonces el dolor vale para mi ciática, pero sirve también para cualquier postración. Y hay tantas por ahí…
A diario paso varias horas en el Buen Pastor. Procuro saludar, a la llegada, a los ancianos que más han madrugado y que ya toman asiento en la sala central. Ese saludo amistoso para comentar deprisa cómo se presenta el día les levanta un poco el ánimo y me lo agradecen. Pero ya veo en esos cuerpos el sufrimiento de la edad y de los achaques. Hay rostros muy entecos y piernas muy llagadas, hay colores de cara con mucho gris y tintes amarillos, hay resignación por la impotencia y el peso de la edad, se quejan de las piernas, del dolor de cabeza, de los huesos que crujen, de cualquier hueso roto, del frío que les impide los paseos o del calor que aguarda a mediodía.
Después, a media mañana, muchos días, subo a la planta tercera para encontrarme con los ancianos más necesitados. Es la edad asilada, es la vida enclaustrada, es el refugio último de los años idos, es una sonrisa levísima cuando se les ofrece una caricia, es la vista cansada de tanto mirar y de ver poco y no todo bueno, es la espera no siempre apacible ni menos placentera, es un suspiro por los que no vienen, es un quejido agudo por no marcharse ya, es un vaivén lentísimo de los momentos grises, nebulosos. Son demasiadas sillas para acoger dolor.
Así que me pondré otras inyecciones y saldré a tirar millas por el campo, arrastrando mi pata maltrecha y malherida, y, cuando vuelva a dar vista a mis viejos, echaré una sonrisa, haré alguna caricia, intentaré levantar ánimos, miraré al horizonte y acaso mi dolor sea más pequeño. No encuentro otra manera de aliviarlo. A ver si tengo suerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario