Estoy como volviendo a las andadas, como dejándome caer por el terreno pendiente y embalado que me lleva a sus páginas.
Está a punto el verano y los calores se apoderan de todos mis impulsos. Entonces, me desmadejo un poquito más y procuro esconderme y refugiarme en mí mismo y en las sombras que me semejan frío, o que al menos me ofrecen un poco de respiro.
En estas variables, suele caer, como por ensalmo, sin saber muy bien cómo, en mis manos, la obra inmortal, el baúl de la ciencia, el infinito de todos los caminos, la risa y la conciencia almacenadas, todo lo que yo pueda apetecer. Es de nuevo El Quijote, ese libraco hondo que todo me lo dice, que me acompaña siempre, que cada vez me habla con más estrecha confidencia, que parece que tiene respuesta para todo.
Y aquí lo tengo de nuevo, a ras de mesa. Se ha bajado del anaquel -en realidad está siempre dispuesto- y se me ha abierto esta vez por el principio, por las entrañaduras de sus primeras páginas, por sus justificaciones y por sus dedicatorias. No me apetecen mucho tantas formalidades, aunque sé bien que explican muchas cosas de las que vienen luego, a lo largo de todas las otras páginas. Las he leído despacio, las he mirado lento y he visto, por ejemplo, a ese duque de Béjar, distante y tal vez hasta desconocido para el autor, pues la dedicatoria acaso ni siquiera hay que atribuirla al propio Cervantes sino al editor, aunque esos asuntos, y en plaza como Béjar, mejor no menearlos para no herir ninguna susceptibilidad.
Y me he ido de cuajo al primer capítulo, a la preparación y a la salida, a contemplar despacio la catadura física y moral de los participantes: ese hidalgo pequeño, avejentado, desde sus cincuenta años –eternamente viejo para aquellos tiempos de media de edad de 35-, sus pertenencias magras en tierras adquiridas vete saber cómo por su familia, sin trabajar el campo, que no es cosa de hidalgos ni de coña, pero con la apariencia de la dueña y la sobrina ante las otras gentes, armado de rocín que fuera antes, ya caballo mugriento y acabado, con armaduras viejas, cargadas del orín y acartonadas, con comidas de pueblo y campesinas. ¿Adónde vas, Quijote, con esas pintas raras y grotescas? ¿Qué tuertos quieres desfacer por esos campos de Dios, buen hombre? ¿Es que caso pensar es peligroso? ¿Es que leer es malo pues te convierte en ser de otros parámetros? ¿Por qué imaginas mundos que no existen afuera sino adentro, en tu imaginación y en tus deseos? Te vas a dar de bruces con los aires y con las cosas todas.
Buscaste la estructura de los nombres, de tu nombre gracioso, de tu caballo enclenque, de tu señora eterna con sus servidores (tú el primero), de todo lo que el esquema te exigía para tener fijada la estructura.
Y hala, por el mundo, a ver qué pasa, que hay mucho que arreglar y que vivir, que la aventura aguarda, que otro mundo es posible sin tardanza. Aprovecha los días de buen tiempo. “Y llévame en tu montura, caballero del honor”.
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