Me conmueve observar de qué manera algunas personas
venden su primogenitura por un simple plato de lentejas. La primogenitura,
claro, hay que entenderla en sentido amplio y metafórico y no en el imposible y
estrecho del biológico nacer antes. Es la preminencia y el figureo, es la apariencia y el matar el
gusanillo de la vanidad. Lo mismo le sucede a las lentejas -tan ricas ellas con
chorizo-, que se pueden transformar en un premio, en una comida gratis o hasta
en una simple consumición. Eso sí, sea como sea, el buen aspirante ha de
comportarse con la dignidad del que
tiene la capa bien puesta y no deja ver las miserias que hay debajo, sin perder
de vista una mal entendida sensación de grandeza y de finura.
Casi todas las profesiones artísticas corren este
peligro en sus cultivadores y puedo dar testimonio de hechos que no dejan en
feo a las apariencias de los caballeros del Lazarillo o a los gorroneos de los
personajes de Quevedo; suplicar el pago de una cena, escaparse de pagar una
ronda o despistarse en una tienda de libros certifican las miserias de gentes
que se apoyan en realidades económicas muy escasas y que no se compadecen
siempre con los mundos imaginativos en los que se enzarzan.
Pero no seré yo quien los condene a las penas del
infierno pues, al fin, son como niños que se dejan llevar por el sabor dulce de
un simple caramelo, se conforman con muy poco y nunca forman equipo con los
grandes ladrones de guante blanco de bancos y negociantes de mercados. ¿Y cómo
iba yo a condenarlos si hasta los más altos personajes se han dejado llevar por
lo que no es más que un simple instinto y un guiño a la debilidad humana, esa
que se sustancia en el pormenor pero que se oculta en la apariencia y el doble
sentido.
Así me ocurre por ejemplo con el caballero de los
caballeros, con el desfacedor de tuertos más noble de la Historia, con el
gigante de la buena voluntad, que, de vez en cuando, se las ve y se las desea
para compaginar sus necesidades más inmediatas con el mantenimiento de su
situación emocional de gigante de la caballería. Hablo, de nuevo, de don
Quijote; y, al hablar de don Quijote, hablo también de Cervantes, ese creador
genial que se ve apocado por la fama de sus contemporáneos, que duda y balbucea
hasta casi el infinito hasta que ve por fin encauzado a su personaje, que se
equivoca con demasiada frecuencia en su trama novelística; pero que destila tal
ingenio y bonhomía, tal torrente de posibilidades y de proximidad, que todo se
le perdona y se le aplaude, hasta cobijarse bajo su pluma, como capitana que es
de todo un idioma extenso e importante.
Al filo del capítulo X de la primera parte, don
Quijote tiene hambre y no sabe cómo satisfacerla sin faltar a los ideales que
encarna. Casi es mejor copiar que glosar: “Pero dejemos esto para su tiempo, y
mira (Sancho) si traes algo en esas alforjas que comamos, porque vamos luego en
busca de algún castillo donde alojemos esta noche y hagamos el bálsamo que te
he dicho, porque yo te voto a Dios que me va doliendo mucho la oreja.
-Aquí trayo una cebolla y un poco de queso, y no sé
cuántos mendrugos de pan -dijo Sancho-, pero no son manjares que pertenecen a
tan valiente caballero como vuestra merced.”
Ya anda Sancho a sus asuntos y a su glotonería, y don
Quijote a los suyos.
“-¡Qué mal lo entiendes! -respondió don Quijote-.
Hágote saber, Sancho, que es honra de los caballeros andantes no comer en un
mes, y, ya que coman, sea de aquello que hallaren más a mano; y esto se te
hiciera cierto si hubieras leído tantas historias como yo, que, aunque han sido
muchas, en todas ellas no he hallado hecha relación de que los caballeros
andantes comiesen, si no era acaso y en algunos suntuosos banquetes que les
hacían, y los demás días se los pasaban en flores.”
Pobre hombre, no se lo cree ni él. Está muerto de
hambre y no sabe cómo romper la situación. Por eso, como le puede el hambre, se
desata en la atenuación:
“Y aunque se deja entender que no se podían pasar sin
comer y sin hacer todos los otros menesteres naturales, porque en efecto eran
hombres como nosotros, hase de entender también que andando lo más del tiempo
de su vida por las florestas y despoblados, y sin cocinero, que su más
ordinaria comida sería de viandas rústicas, tales como las que ahora tú me
ofreces. Así que, Sancho amigo, no te congoje lo que a mí me da gusto: ni
quieras tú hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería andante de su quicio.”
Anda, Sancho, dale algo de comer, cualquier mendrugo,
compadécete de él, que ya no aguanta y no sabe cómo disimularlo.
Pero el guasón y egoísta de Sancho lo maltrata con su
realismo:
“-Perdóneme vuestra merced -dijo Sancho-, que como yo
no sé leer ni escribir, como otra vez he dicho, no sé ni he caído en las reglas
de la profesión caballeresca; y de aquí adelante yo proveeré las alforjas de
todo género de fruta seca para vuestra merced que es caballero, y para mí las
proveeré, pues no lo soy, de otras cosas volátiles y de más sustancia.”
Qué pedazo de cabrón Sancho, cómo lo trae y lo lleva a
su antojo. De modo que buena caza para él y productos de sustancia; el
caballero que se avíe con los frutos secos. Qué mala leche.
Don Quijote, en su estado de necesidad, sigue
suplicando, no ya con indirectas sino casi de rodillas:
“-No digo yo, Sancho -replicó don Quijote-, que sea
forzoso a los caballeros andantes no comer otra cosa sino esas frutas que
dices, sino que su más ordinario sustento debía de ser de ellas y de algunas
yerbas que hallaban por los campos, que ellos conocían y yo también conozco.”
Ahí está el buen hombre, muerto de hambre, pero sin
dar su brazo a torcer. Menos mal que Sancho es también un cacho de pan y
enseguida se conmueve (a veces hasta hace pucheritos de arrepentimiento como
los hace mi nieta de cuatro años). El resultado termina siendo conmovedor:
“Y sacando en esto lo que dijo que traía, comieron los
dos en buena paz y compañía.”
Los dos son en verdad dos cachos de pan, dos almas
condenadas a entenderse, dos aspirantes a dejarse querer y a ablandarse con
casi nada. Tal vez como los creadores a los que evocaba unas líneas más arriba.
O como los caminantes que los sábados comparten camino, charla, vistas y
viandas. También el aguardiente y el té de Manolo, que se recupera felizmente
de una intervención contra la noche y
las tinieblas.
Y que ando de nuevo con el caballero y con el
escudero. Pues sí, ¿y qué pasa?
2 comentarios:
Buenas noches, profesor Gutiérrez Turrión:
Mis mejores deseos de pronta mejoría para el muy apreciado Manuel Casadiego, que estará ahora mimado y atendido por toda la familia.
Dejo una canción, de Roy Orbison
de su disco Negro y Blanco-(Noche).
Abrazos, y un apretón de manos.
P.D.: Qué diálogo estupendo entre Don Quijote y Sancho.
También me ha recordado, el Tratado Tercero de 'La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades', cuando Lázaro -llegado a Toledo- entra al servicio del escudero. Y comparte y reparte la comida, sabiendo que no recibirá nada.
En el cambio de las primogenituras ¡qué lentejas más negociadas!
No es mala la comparación con Lázaro y sus amos, aunque las bases morales de los personajes en los dos libros son muy diferentes.
Un abrazo.
Antonio
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