EL CABALLO CANITO (Para Sara)
El caballo Canito había crecido
siempre en campo abierto, correteando de un lado para otro, primero al amparo
de su madre y, enseguida, sin ninguna traba que lo detuviera. Había nacido en
primavera, cuando el campo también se hacía mayor y se revestía de sus mejores
ropajes. Era blanco como la nieve y le colgaba una crin que se trenzaba con el
viento en cuanto ensayaba una carrera. En el espacio libre había aprendido a
hacerse fuerte y a mostrarse altivo con su cabeza erguida y su cola levantada.
A Canito le llegó la hora peor
cuando su dueño decidió que tenía que sacarle producto. Para ello pensó en
estabularlo y en cuidar su alimentación y su limpieza; además, pensaba
ejercitarlo en el arte ecuestre y en el ritmo para dedicarlo a la danza de
feria en feria. No fue fácil ni hacerle venir, ni ponerle un cabezal, ni
ensillarlo, ni domarlo. Hasta dos días completos se gastaron en reducirlo y en
mantenerlo, primero en un corral abierto, y más tarde en una cuadra acomodada
para él. Canito relinchaba, tiraba coces, levantaba las orejas tiesas, alzaba
la cola, se movía sin parar, y mostraba de mil formas su enfado y su disgusto
por no poder salir a correr por el campo abierto. La primera semana perdió
peso, y hasta oscureció algo su pelaje, los ojos parecían más pequeños y apenas
comía lo que sus dueños dejaban para él.
A la cuadra no le faltaba ninguna
comodidad: tenía una pila con agua corriente, estaba bien aireada, los
cuidadores procuraban mantener una temperatura constante, se limpiaba diariamente
y era espaciosa. Canito también recibía limpieza dos veces por semana.
En las dos primeras semanas,
Canito fue acomodándose a la monotonía y a lo inevitable de su situación. Primero
fueron sus orejas, que ya se alzaban cada vez que sentía la presencia de sus
cuidadores; después se dejó acariciar y limpiar pacientemente; por fin se animó
a comer de todo lo que le ofrecían en la cuadra.
A los quince días, los domadores
decidieron los primeros ejercicios en un amplio recinto, junto a otros dos
caballos. Canito salió asustado, pero enseguida reconoció algo de la luz y de
la amplitud que guardaba en su memoria: “aquellos campos, aquella luz, aquellos
aires…” Enseguida descubrió que el espacio tenía sus puertas, sus límites, sus
acotaciones. Comenzó la sesión dando vueltas y más vueltas, hasta confundirse y
automatizarse en un esfuerzo que lo llevó al cansancio y al sudor. Así pasaron
días y más días, sesiones y más sesiones. A Canito le sucedió lo mismo que
cuando lo encerraron en la cuadra: al cabo de un par de meses, se había
acostumbrado a sus ejercicios y, si algún día no lo sacaban sus domadores, se
sentía como huérfano y desalentado, sin nada que hacer y con sensación de vacío
y de inutilidad.
Pero Canito no fue seleccionado
para la muestra de doma; los otros dos caballos gustaron más a los domadores y
Canito se quedó aquel día en la cuadra. Por la tarde, uno de los cuidadores le
calzó el bozal, lo sacó de la cuadra y enfiló con él las puertas del campo. A
los cincuenta metros, se lo quitó, le dio un par de palmadas y lo empujó a que
corriera libre por donde quisiera.
Canito se marchó al trote y, al
cabo de unos minutos, disminuyó la marcha y agachó la cabeza, comió unos bocados
de yerba y siguió campo adelante. Al atardecer, cuando el sol se desangraba en
el horizonte, Canito sintió hambre y no tuvo el pienso a mano; llegó la noche y
sintió frío; quiso dormir y había perdido la costumbre de dejarse caer sobre
las pajas. El campo seguía inmenso e infinito, pero Canito se había
acostumbrado a la comodidad de su cuadra y a la rutina de la comodidad.
La mañana sorprendió a Canito junto
a las paredes de la cuadra, en espera de la llegada de los empleados y de los
cuidadores. El reducido espacio, la comodidad de lo que se le daba hecho y el
sometimiento a las órdenes de sus dueños se habían impuesto a la llamada de la
libertad, del espacio sin límites, del tiempo para él solo. Canito terminó
siendo un buen caballo de doma pero nunca volvió a sentir el placer de la
libertad, la exigencia de la responsabilidad y la intensidad de una vida
propia.
1 comentario:
Desgraciadamente somos como el caballo Canito...nos hemos dejado domar..aunque de vez en cuando salgamos al campo a respirar aires de libertad.Precioso cuento para Sara y también para todos.
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