Me gusta el fútbol. Quiero decir
verlo, que uno no anda para esas prácticas tan violentas. Se trata de un
deporte de equipo en el que cuentan muchas cosas, tal vez demasiadas, y que
abre puertas también a muchas otras relaciones y actividades. Si uno se lo
tomara a guasa, tampoco sería muy sencillo defender ese empeño tan notable en
introducir un balón en una portería, sabiendo que de allí no va a pasar; aunque
para mí que, en este nivel, ningún deporte supera al baloncesto, pues consiste
en el mismo empeño pero con el añadido de que el cesto en el que se introduce
está siempre roto y el balón se vuelve siempre a salir.
El caso es que el fenómeno del
fútbol ha alcanzado unos niveles de participación y de implicación social como
tal vez ningún otro deporte a lo largo de la Historia. Ahora mismo, medio mundo
y la otra mitad andan expectantes ante lo que sucede en el campeonato del mundo
que se celebra en Brasil. El asunto, como tantos, otros daría para
consideraciones amplísimas que no caben aquí.
Ayer vi en mi casa y en mi sofá
el partido entre Brasil y Alemania. Me divertí bastante con un espectáculo que
me pareció extraordinario. El resultado resultó ser también extraordinario por
abultado y por inesperado: ¡Brasil 1 / Alemania 7! Dicen que fue la mayor
derrota del equipo suramericano en toda su historia deportiva.
Todo hubiera quedado ahí si no
fuera porque este deporte en Brasil es toda una religión y una señal de
identidad de no se sabe muy bien qué si no es superstición o algo parecido. A
partir de este resultado se ha desatado todo un mundo de acontecimientos y de
calificaciones que son buena muestra de la escala de valores en la que anda
esta sociedad metida, no solo la sociedad brasileña sino la de todas partes.
Hoy he visto como los telediarios se abrían con un buen puñado de minutos
dedicados a este hecho y de qué manera se hablaba de humillación, debacle,
derrota, afrenta, burla, goleada e hito históricos y cien superlativos léxicos
más. Curiosamente, se dedica menos espacio y demostración léxica a la victoria
y a los vencedores, pues ya se sabe que eso tiene menos morbo y vende menos,
aunque los que se ponen a ello no escatiman excesos ni exageraciones. Es el
lenguaje deportivo, que es así el pobrecito, tan neutro, tan sosegado, tan poco
guerrero. Después los mismos que se ejercitan como los guerreros de primera
línea con la pluma o la voz en ese ambiente se quejan de que los aficionados
meen fuera del tiesto y preparen las trifulcas que preparan. Una hipocresía más
de la escala de valores en la que se mueven y nos hacen mover.
Porque el asunto no acaba ahí. Ya
en el mismo partido y a la vista de lo que estaba sucediendo, los asistentes
parecía que asistían a un funeral, a una hecatombe o al diluvio universal.
Lloros, gestos de rabia, silbidos, miradas perdidas, desconsuelos… Y fuera del
estadio… tragedia nacional: rotura de mobiliario, manifestaciones (¿contra qué?),
paranoias y luto nacional mayor que si se hubiera perdido la honra nacional y
personal. Acaso porque realmente sí se había perdido esa honra nacional, algo
que solo puede suceder si se considera eso honra y no solo un pasatiempo. Porque
ya en los prolegómenos todo parecía indicar que allí se mascaba la tragedia o
que comenzaba la tercera guerra mundial: se alzaban las manos al cielo, se
invocaba a los dioses, se cantaba el himno como si se dieran vueltas al caldero
en una tribu india y se conjuraba a todos los espíritus, en una mezcla extraña
de religión, superstición e imbecilidad.
Cuando en el deporte el resultado
es positivo, los participantes se convierten en héroes, en brujos de la tribu,
en intermediarios con los dioses o en los mismos dioses; cuando es negativo,
como lo fue ayer, supongo que todo se viene abajo pues fallan los dioses, los
brujos, los ancianos de la tribu, las supersticiones y las bobadas todas. Los
jugadores y los asistentes al circo se sienten abandonados por el destino y
acaso vuelvan a la realidad diaria de la escasez, de las diferencias y de la
pertinaz constancia de que la vida es algo más que balones y avasallamientos
deportivos. Me gustaría que en ese inmenso y rico país -y en todo el mundo,
pues, si no con la misma fuerza, sucede algo parecido-, todo volviera a la
calma y que de una vez por todas se entendiera que el deporte es eso y nada más,
que para que uno gane es necesario que otro pierda, y que nada tenía que ser más
importante que la belleza y la solidaridad entre los que lo practican. Si no,
el día en el que se es vencedor luce el sol, pero el día en el que se pierde,
la oscuridad es más densa y se termina quedando uno ciego. Y nunca hay ni que
apabullar al perdedor ni que endiosar al ganador. Porque arrieritos somos. ¿No
sería laudánico para los jugadores de Brasil que ahora se acordaran de las
formas apabullantes y avasalladoras que utilizaron contra el equipo español
hace solo un año? Pues mira tú por dónde…
Si fuera verdad, y creo que lo es,
que cuanta mayor exageración menor nivel cultural, creo que, en este asunto,
Brasil lo tendría difícil para alcanzar el aprobado. Sin generalizar, por
supuesto.
Quizás muchos de otros lugares
también tendrían que volver en septiembre.
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