En uno de sus ensayos más
extensos, Montaigne reflexionaba acerca de un asunto que ha traído de cabeza a
muchas mentes pensantes y menos pensantes a lo largo de la Historia. De nuevo a
vueltas con la definición, el escorzo o el retrato del posible dios. Montaigne
procura alargar hasta el infinito la distancia entre las limitaciones humanas y
la falta de ellas en ese dios. De esa manera puede inferir que “no concebimos
dignamente la grandeza de las altas promesas divinas si somos capaces de
concebirlas en algún modo. Para imaginarlas dignamente las hemos de suponer
inimaginables, indecibles e incomprensibles y perfectamente distintas a lo que sabe
nuestra mísera experiencia”. Desde esta concepción no hay ya ni un paso para
una religión esotérica, mistérica, piramidal, de interpretación, de
sometimiento…
La otra concepción es la que
piensa que, a fin de cuentas, dios no es otra cosa que una representación
humana, una necesidad de imaginarse algún nexo de unión entre el pasado y el
futuro extensos y un asiento de consuelo, de ilusión y de compañía ante las
debilidades humanas. En ese caso, la configuración se ve sometida a las
distintas personas que evocan desde sus deseos y necesidades a ese dios y se ve
descosido, multiinventado y polirrepresentado y explicado por todas partes.
Porque incluso cuando se produce el intento desde las posiciones más honradas y
basadas en la organización lógica, los resultados son muy diversos. Es el caso,
por ejemplo, de los filósofos.
El propio Montaigne, en un
extenso párrafo, recoge muchas de estas variantes, tomadas del mundo clásico
griego y romano. Después lo amplía con datos de otras culturas. Aunque solo sea
como índice descriptivo, merece la pena recogerlo:
“Tales, el primero que trató de
estas materias, creía que Dios era un espíritu que había hecho del agua todas
las cosas. Anaximandro opinaba que los dioses nacían y morían en diversas
sazones y que el número de los mundos era infinito. Anaxímenes pensaba que el
aire era Dios, ser creado e inmenso, que no dejaba de moverse jamás. Anaxágoras
fue el primero en suponer que la descripción y manera de todas las cosas la
dirigía la fuerza y razón de un espíritu divino. Alcmeón atribuía divinidad al
sol, la luna, los astros y el alma. Pitágoras entendía que Dios era un espíritu
expandido por la naturaleza de todas las cosas y del que se desprendieron
nuestras almas. Parménides creía que Dios era un círculo que rodeaba el cielo y
mantenía el mundo merced al ardor de la luz. Empédocles pensaba que los dioses
eran los cuatro elementos de los que están formadas todas las cosas. Protágoras
no hallaba nada que decir sobre si los dioses son o no son, o de qué son.
Demócrito afirmaba que las imágenes y lo que las rodea son dioses, y que esas
imágenes nacen primero de la naturaleza y después de nuestra ciencia e inteligencia.
Platón disipa tal creencia en diversas formas y establece en su Timeo que el padre del mundo es
inmencionable. Añade en sus Leyes que
no ha de investigarse el ser de Dios, y en los mismos libros convierte en
dioses al mundo, al cielo, los astros, la tierra y nuestras almas. Jenofonte señala una dificultad de la
doctrina de Sócrates, a saber: que unas veces Sócrates dice que no ha de
inquirirse la naturaleza de Dios y otras afirma que el sol es dios, y el alma,
dios. Y mientras en ocasiones dice que hay un dios solo, otras declara que
existen muchos. Espeusipo considera que es dios cierta fuerza que gobierna las
cosas. Aristóteles ora dice que es dios el espíritu, ora el mundo, ora el ardor
del cielo, ora otra cosa. Jenócrates acepta ocho dioses. Heráclito Póntico vaga
entre esas imaginaciones y al fin priva a Dios de sentimiento y le hace cambiar
de una forma a otra. Teofrasto circula con análoga irresolución. Estratón
asevera que la naturaleza posee la fuerza de engendrar, aumentar y disminuir, sin
forma ni sentimiento. Zenón diputa por dios la ley natural, que ordena el bien
y prohíbe el mal, y suprime los dioses tradicionales. Diógenes Apoloniatas
opina que el aire es dios. Jenófanes profesa de un dios redondo, que ve y oye,
pero no respira ni tiene nada en común con la naturaleza humana. Aristón estima
que la forma de Dios es incomprensible. Cleanto supone dios ora a la razón, ora
al mundo, ora al alma de la naturaleza, ora al calor supremo que le rodea y
envuelve todo. Perseo opina que se sobrenombraba por dioses a quienes
introdujeron alguna comodidad notable en la vida humana, y que incluso se
extendía tal apelativo a las cosas provechosas. Crisipo hace un confuso amasijo
de todo lo anterior y cuenta entre mil formas de dioses que supone las de los
hombres inmortalizados. Diágoras y Teodoro negaban en redondo que hubiese
dioses. Epicuro suponía a los dioses brillantes, transparentes y alojados como
entre dos fuertes, entre dos mundos y a cubierto de riesgos, revestidos de
figura humana y de miembros como los nuestros…”
Cualquiera de nosotros podría
crear también una lista de autores sesudos y, sobre todo, de gentes más
próximas a nosotros y sencillas en sus vidas. Cada cual busca la representación
que buenamente se ajusta a sus conveniencias y a sus explicaciones. ¿Cómo se le
puede negar a un ser humano que ahonde razonablemente en busca de explicaciones
o simplemente ¡simplemente! en busca de consuelo? ¿Qué son las religiones sino
una forma más de dar imagen a una concepción de dios, pero dirigida en este
caso por esas minorías que se apropian las interpretaciones de los textos hasta
convertirlos en sus personales concepciones? Y aun más, ¿quién se atreve a
negar a nadie la resolución de prescindir de esa imagen personal de un dios de
consuelo o de explicación desde un interés también sano y decidido?
Montaigne pensó y escribió en el
siglo XVI, en aquel contexto y con aquellos conocimientos, tan distintos de los
actuales. Cada avance científico arranca una hoja al Libro. Y ahora se suceden
a marchas forzadas ¿Qué pasará dentro de otros años? Sospecho que cada día se
afianzará más la certeza de la creación de un dios desde la condición humana
como necesidad de consuelo y como asidero ante tanta limitación de nuestras
capacidades racionales. Pero mejor si todo fuera con serenidad, con humildad y
con algo de osadía por todas partes. ¿El creyente sin preguntas? ¿El
superhombre? ¿El ciudadano de a pie con dudas y con necesidades a la vez? A
pesar de las playas, de las vacaciones, de los sanfermines o del mundial de
fútbol, sigue siendo pregunta angular y en su esclarecimiento y en su nombre el
ser humano sigue actuando, amando, odiando, matando, viviendo y muriendo. ¡Qué indigestión
si no tiene sustancia el guiso!
No hay comentarios:
Publicar un comentario