Las escenas bíblicas han llenado
el subconsciente y el ideario oculto y oficial de occidente; a ellas se vuelve
como referente para ejemplificación de
demasiadas cosas. Una de ellas nos presenta a un débil David tirando piedras
con un arma debilucha y como de juego contra un gigante que, ya solo por su
estatura, tenía que dar casi tanto miedo como a mí me dan miedo los perros grandes
y de razas raras. En aquella ocasión ganó el débil. Curiosamente pertenecía, claro,
a la estirpe y a la tribu de los que describen la historieta.
En los tiempos modernos, o todos
leen mal o los términos se han invertido. Porque resulta que ahora el gigante
es de la misma tribu aquella de la fábula religiosa, mientras que el lanzador de
piedras es el de enfrente, ese pueblo hacinado en unos minúsculos territorios
que apenas puede sobrevivir.
Resulta que algún imbécil
palestino, desesperado, malnacido, asesino o todo a la vez, ha secuestrado y ha
asesinado a tres jóvenes israelíes. La reacción no se ha hecho esperar y el
ejército judío ha comenzado la misma criminal respuesta echando abajo
edificios, removiendo piedra a piedra y dispuesto a devolver ciento por uno
hasta que se considere saciado en su venganza e interpretación de los hechos.
El asunto no ha hecho más que empezar y los próximos días puede suceder
cualquier cosa, cualquier cosa lamentable y dolorosa.
La historia se ha repetido tantas
veces que no hay margen para la equivocación al pronosticar lo peor para la
población palestina. Es, de nuevo, la lucha desigual entre David y Goliat, pero
ahora cambiados de bando. Tan al milímetro se repiten los acontecimientos, que
uno termina por quedarse perplejo ante las acciones palestinas pues ellos,
mejor que nadie, saben lo que se les viene encima. Y esto solo puede suceder o
porque son muy torpes o porque están totalmente desesperados. No es difícil
imaginar que se trata de lo segundo.
Da igual que la balanza se
incline en un sentido o en otro, siempre será y es un espectáculo lamentable,
con solución difícil y siempre muy a largo plazo. Por si fuera poco, como
también ocurre siempre el suceso volverá a avivar el odio de las facciones
extremas de los pueblos próximos y alimentarán la llama de Alá es grande o de
Alá es chico, y todo se volverá oscuro, como el cielo en esta tarde de
comienzos de verano, que más bien parece aquí del último otoño.
Sigo viendo lo mismo que veía
hace ya muchos años, o sea, nada o casi nada. Israel necesita, para la
supervivencia, unión absoluta entre sus habitantes y respuestas aparentemente
ejemplares ante cualquier episodio; los palestinos sencillamente tienen que
gritar su necesidad de sobrevivir y sus derechos como comunidad a vivir y a
organizarse como pueblo. Cualquier elemento histórico o geográfico se puede
discutir, pero es seguro que solo poseen la honda y a veces ni siquiera las
piedras con las que cargarla. Al otro lado del muro asoma la fuerza del gigante
y siempre siempre responde con todas sus energías.
Por si no estuviera todo ya
confuso, se añade como especia y como ingrediente de cualquier guiso la
religión, ese condimento que tantísimos tiros dispara y que tantas desgracias
acarrea si no se interpreta con algo de razón y de serenidad. En esto sí que la
Historia es apabullante. Hoy mismo he oído reivindicar en televisión una
conquista musulmana desde Indonesia hasta Alándalus. Que Alá o Jehová nos
pillen confesados. Y aquí la frase tal vez no sea irónica.
Ya lo he dicho en alguna otra ocasión:
Alá y Jehová parece que andan jugando a los dados.
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