El ser humano está condenado en
su vida a la actividad, a hacer y hacer, sin tiempo muchas veces para buscarle
sentido a aquello que realiza; come, trabaja, se reproduce, va al bar, duerme,
compra, ve la televisión, se deja llevar por las costumbres, cumple años,
vive…, hace, hace y hace. Se distingue del resto de los seres en que posee la
capacidad para describir y para explicar, para encontrar las conexiones lógicas
entre los hechos y para ordenar y modificar el rumbo de sus acciones.
En algún nivel superior, incluso
puede intentar la identificación de lo que entendemos como el bien y el mal. Es
entonces cuando promociona unos hechos y rechaza otros, se aplica a unas
actividades y evita otras diferentes. No es tarea sencilla esta, aunque, en
niveles elementales de utilidad, todos la practicamos, ayudados tal vez por el
instinto de conservación o por la simple inercia de la costumbre. Los niveles
más altos en los que se les buscan las vueltas a los conceptos de bien y mal
acaso es mejor dejarlos para los filósofos, aunque no estaría mal que todos
aprobáramos al menos el curso de ingreso en el mundo de la filosofía.
Y con esa base tan desigual de
discernimiento, nos ponemos a la acción y vivimos, practicamos y nos conducimos
en nuestros comportamientos individuales y sociales.
Aunque no ascendamos del peldaño
más grosero de la distinción entre los vicios y las virtudes, aún nos queda la
posibilidad de al menos jerarquizarlos y de ordenarlos de manera ascendente o
descendente. No sería mala práctica, sobre todo para no caer en el pecado de la
equidistancia cuando de juzgar acciones de los demás se trata, o de evitar o
elegir solo aquellos vicios o aquellas virtudes que mejor admitamos o que más
rechacemos. No todo es igual, ni en cantidad ni en calidad.
No tengo muy claro si son mejores
o peores las virtudes o los vicios en los que intervienen más la inteligencia o
los impulsos. Me cuesta elegir.
Pienso en los males, por ejemplo,
y no sabría qué decir de dos actos como la ignorancia o la embriaguez, el
primero cerca de la inteligencia y el segundo pegado al descontrol del deseo.
La ignorancia provoca acciones continuas de falta de sensibilidad, de
incivilidad, de egoísmo, de desconsideraciones sociales, resulta al fin
carísima a la comunidad y enciende un rechazo para el trato diario entre los
individuos. ¿Qué se puede decir de un ser que aparca siempre mal, que come
pipas en los sitios públicos, que pisa el césped, que golpea las puertas, que
da voces, que no alcanza ni un grado mínimo de comportamiento social? Y todo
ello sin entrar a considerar su imposibilidad de trabar un razonamiento
sencillo con premisas y conclusiones, con causas y consecuencias sencillas y
evidentes.
Pero la embriaguez desata y
desinhibe, convoca a la superficie a todo aquello que cualquier cortapisa
personal o social retenía en el fondo del salón y, pasado cierto nivel,
descontrola cualquier control físico o mental del que la padece. Ver a un
borracho es tener la certeza de la degradación en todos los sentidos. Lucrecio
lo describía así: Quum vini vis penetravit… consequitur gravitas membrorum, praepediuntur
crura vacillanti, tardescit lingua, madet mens, nant oculi; clamor singultus,
iurgia, griscunt. Algo así como esto: Cuando el vino penetra al hombre… luego
sus miembros se vuelven pesados, su paso es vacilante, su lengua tarda, su alma
embotada, sus ojos inciertos; y grita, solloza, tartamudea.
Por desgracia, hay demasiados
ejemplos de ambos niveles, de aquellos que parecen apelar más a la inteligencia
-aunque sea solo a la más elemental y sencilla- y de los que dependen con más
fuerza de los impulsos y de los deseos primarios; seguro que todos llevamos a
la espalda fotografías de uno y de otro campo. Y la calidad bien entendida
empieza por uno mismo.
De todos modos hasta llegar,
desde un comportamiento mínimamente racional y de dominio de los sentidos, a lo
que me encuentro cuando salgo de casa y me doy un paseo (aparcamientos, golpes,
voces, pipas, mierdas de perros, velocidades, aglomeraciones…) y lo que parece
que hacen algunas turistas en los bares de alguna zona de Mallorca para
conseguir bebidas con las que perder la conciencia y el dominio mental, parece
que hay un trecho largo que no deberíamos recorrer. Al menos con tanta
frecuencia y entusiasmo.
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