Cuando uno se acerca a un grupo
de niños para recriminarles cualquier cosa, es frecuentísimo que la primera
respuesta -antes incluso de que se les diga nada- sea algo parecido a esto: “Yo
no he sido”. Les interesa sobre todo descargar la culpa en otra persona; más
tarde ya habrá tiempo de buscar alguna otra escapatoria. Después nos hacemos
mayores y todo cambia: las adscripciones, sobre todo si son positivas,
procuramos que al menos nos toquen y que nos admitan en la nómina de los
creadores o de los ocurrentes.
Hay, sin embargo, una costumbre
en la creación y en el ensayo que consiste en buscar compartir
responsabilidades con otra persona para que lo que defendemos sea más creíble,
sobre todo si esa otra persona goza de una mayor consideración y respeto. Es lo
que técnicamente se llama el argumento de autoridad o, con fórmula latina,
magister dixit.
El argumento de autoridad tiene
un uso histórico muy abundante y, bien utilizado, refuerza en verdad la tesis
que se está defendiendo. Si un montañero reconocido, por ejemplo, afirma que la
subida por una cara determinada a una montaña es más complicada que por otra
cara, ya estamos casi dispuestos a creerlo, sin que exijamos demasiadas pruebas
de ello a la persona que ha citado al experto en la materia.
Suele probar, además, que el que
lo usa, conoce otras experiencias y reflexiones anteriores acerca del asunto
del que esté tratando. Y no parece mal, sobre todo cuando tratamos de asuntos
científicos y estrictamente académicos.
Pero he de reconocer que a veces
me aburre su uso y me mortifica más de lo deseable. Porque apoyarse en otros es
bueno, pero solo después de aventurar nuestra opinión, tras haber puesto
nuestra pica en Flandes y cuando hayamos echado nuestro cuarto a espadas. Es
verdad que no es fácil descubrir elementos demasiado novedosos (casi todo está
ya inventado y hasta glosado); no obstante, descubrir de vez en cuando
mediterráneos es muy saludable y ofrecemos con ello siempre la impresión de que
nos hemos trabajado honradamente lo que exponemos y defendemos, aunque no sea
de manera muy trabada ni académicamente muy lucida. La vida y sus verdades -si
es que realmente albergan alguna- son nuestras vidas y nuestras verdades
particulares, nuestros razonamientos y nuestras conclusiones. Si, además,
descubrimos que otros ya lo han descubierto antes, pues miel sobre hojuelas.
Hoy escribo este apunte por el
mal sabor de boca que me deja la lectura de los Ensayos, de Montaigne. Acumula el sabio francés tal cantidad de
recurrencias a las citas y a los ejemplos clásicos, que uno termina por perder
el hilo de la idea que trata de desarrollar, pues más bien parece solo una
acumulación de citas y de ejemplos que tienen que ver con una idea que muy
vagamente se expresa al principio.
Es verdad que su época (siglo
XVI) exigía las formas que pedía, y que su formación era la que era, pero, por
dios, que uno puede hartarse hasta de hambre. Y todo ello sin quitarle un
centímetro de reconocimiento al creador del Ensayo.
En fin, ya lo dijo nuestro
Arcipreste: “Si lo dijera yo, se me podría tachar, / mas lo dice el filósofo, no
se me ha de culpar .”
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