Cada año, cuando llega la Semana Santa, suelo
enfrentarme con la idea y el pensamiento que expliquen su arraigo y desarrollo
en esta sociedad en la que vivo. Me refiero a la idea central, a esa que forma
núcleo y de la cual derivan todas las realizaciones particulares. La primavera
rompe e invita a celebrarlo; la iglesia superpone la fiesta religiosa de la
salvación y la vida a la fiesta pagana, siempre anterior y con el mismo
sentido, aunque con distinto vértice y dios. Todo eso es cierto, pero no me
satisface del todo.
En la Semana Santa hay, antes que nada, días de
pasión y de dolor, de sufrimiento y de muerte, de exhibición por las calles de
esas figuras de la angustia, del reconocimiento común de ese dolor y de esa
redención, de regodeo en la imagen sometida… Y, en ese ambiente general, se
sitúa la individualidad del penitente que procesiona. Después vienen los
ambientes, los perfumes, el incienso, el azahar, los capuchones, los silencios,
las “levantás”, las músicas, el olor a cera, las oraciones, las saetas, las
penitencias, las exageraciones de todo tipo…
¿Qué idea puede recoger en su seno todas estas
realizaciones y muestras tan diversas?
No tengo, por supuesto, la respuesta. Si acaso
alguna aproximación. Y con ella tengo que quedarme, rumiándola año tras año,
sin conseguir dar con la explicación última.
Y cribo y cribo en el cedazo de mi mente, y
terminan quedándome dos conceptos. Son estos: compasión y miedo.
La primera palabra engloba esa idea preciosa de
compartir el dolor y el padecimiento: cum patere. Por eso en Semana Santa la
presencia del Cristo padeciendo siempre, en cruz, camino del calvario, atado o
en otra postura cualquiera. Y por eso también la figura de la madre y de los
discípulos en situación negativa. Los acompañamientos tal vez sean de compartir
ese dolor y acaso de pedir perdón por no se sabe qué culpa. La pasión, así, se
hace plural y compartida, se hace com-pasión.
Y poco importa que sea compasión bulliciosa o silenciosa, según costumbres y
lugares.
El otro concepto es el del miedo. El ser humano
no se ha despegado nunca de la búsqueda del infinito ni de la creencia del ser
poderoso. Por eso siempre los dioses, y siempre en una existencia misteriosa e
indefinida. Las religiones del Libro comparten, con la idea del amor, la presencia
del castigo para los pecados. Y la reacción siempre tiene en cuenta una buena
dosis de miedo y de precaución. Cuando se mezcla la presencia en imagen de un
ser salvador con la inseguridad del futuro personal y colectivo, el resultado
es el que se puede ver procesionar. Después ya aparecen las situaciones
particulares y las costumbres locales.
Menos mal que, al fin, en el imaginario se
impone la luz, se alza la victoria, se proclama la salvación en la Pascua. Y,
en la realidad, la propensión al sol y a la temperatura que hacen posible la
vida; la vida en la naturaleza y la vida en la salvación religiosa. El dolor
sin la victoria de la vida no tiene sentido; el invierno sin la primavera sería
la nada; la Semana Santa sin la Pascua de Resurrección dejaría a los creyentes
sin asidero.
Otra vez el ciclo en marcha, como cada año,
como lo manda la naturaleza y lo acomoda la costumbre religiosa. Pues eso, que
viva la vida, la general de la naturaleza y la de los creyentes.
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