GRACIAS
A UN DÍA DE MUCHO FRÍO
Como el frío arrecia y el
ambiente resulta desagradable, me mantengo en casa y termino la lectura de
Epicteto. Me propongo concretar en algo los principios de esta filosofía. Me
pongo a ello.
¿Depende de mí que haga
más frío o más calor? Resulta evidente que no. La conclusión inmediata es la de
despreocuparme de ello y no echar culpas a nadie de que así sea. Los principios
naturales se cumplen y eso es todo.
Una vez que me asomo a la
terraza, me aseguro de lo frío del ambiente y lo entiendo como algo natural,
procedo a mi relación con ese hecho. Puedo pensar que salir bien abrigado a la
calle es bueno para respirar aire puro. En ese caso, siento que tengo un deseo
de salir. ¿Depende de mí la actuación sobre ese deseo? Claro que sí. Lo mismo para
desear salir como para desear quedarme en casa. Puedo aniquilar ese deseo. Está claro que el deseo no me lo puede
arrebatar nadie, ni siquiera si me ataran a una silla y no me dejaran ni ver la
calle: soy yo únicamente quien puede aceptarlo o rechazarlo.
Sobre el deseo, acaso me
asalte el impulso de ponerme en movimiento y de coger el ascensor. O tal vez de
lo contrario. ¿Depende, por tanto, de mí la actuación sobre ese impulso? Por
supuesto. El impulso, en sentido positivo o negativo, lo tengo en propiedad y
nadie me lo puede arrebatar, aunque me priven de la cosa que me provocaba el
impulso.
Por último, sobre el
deseo y el impulso tiene que actuar el asentimiento intelectual. Es decir, que
tengo que valorar los pros y los contras de tomar una decisión u otra. ¿Depende
de mí un asentimiento intelectual en un sentido o en otro? Parece evidente que
así es. Aunque todo lo exterior me niegue cualquier actuación al respecto. La
formación de ese intelecto también depende de mí y hacerlo de una manera o de
otra acarreará unos juicios más o menos justos y equilibrados. Pero, repetiré
una vez más: aceptar o negar algo desde mi intelecto es propiedad inalienable
de mí mismo y en ello debo mandar y decidir, aun a costa de cualquier
consecuencia. Lo exterior me puede coaccionar, pero yo lo puedo aceptar o
despreciar y rechazar.
Por fin junto deseo,
impulso y asentimiento intelectual y deduzco que en casita y con calefacción se
está mejor. Pero alguien me podía haber obligado a salir por las calles,
abrigado o sin abrigar. Nada importa eso. Mis deseos, mis impulsos y mis
asentimientos intelectuales (mis convicciones) seguirán estando en los terrenos
de mi propiedad.
Y así con cualquier
asunto de la vida. De este modo, dicen los estoicos, nos acercamos o incluso
conseguimos la serenidad y hasta la imperturbabilidad. Que no es poca cosa.
Imaginemos este sencillo esquema referido a la muerte, al amor, al dolor, a las
desgracias, a los éxitos… y hasta a la cesta de la compra.
No resulta extraño que a
Epicteto se le atribuya esta anécdota: “Epafrodito sometía a suplicio a su
esclavo (Epicteto fue esclavo de Epafrodito, luego manumitido y liberto)
maltratándole en la pierna. Epicteto, con la serenidad del estoico, le hacía
ver: “Me la vas a romper”. Epafrodito persistió en la aplicación del suplicio y
le rompió la pierna. Epicteto, imperturbable, no dijo sino: “¿No te lo
advertí?”. Puede parecer un disparate. No parece sencillo recomendar esto a
nadie a primera vista. Pero aplíquese el esquema referido antes y tal vez nuestra
opinión ya no sea tan contundente. Por cierto, ¿les suena aquello de poner la
otra mejilla?
Sobre conexiones entre
filosofías y religiones hay mucho que contar. Pero no ahora.
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