martes, 21 de enero de 2020

GRACIAS A UN DÍA DE MUCHO FRÍO



                        GRACIAS A UN DÍA DE MUCHO FRÍO
Como el frío arrecia y el ambiente resulta desagradable, me mantengo en casa y termino la lectura de Epicteto. Me propongo concretar en algo los principios de esta filosofía. Me pongo a ello.
¿Depende de mí que haga más frío o más calor? Resulta evidente que no. La conclusión inmediata es la de despreocuparme de ello y no echar culpas a nadie de que así sea. Los principios naturales se cumplen y eso es todo.
Una vez que me asomo a la terraza, me aseguro de lo frío del ambiente y lo entiendo como algo natural, procedo a mi relación con ese hecho. Puedo pensar que salir bien abrigado a la calle es bueno para respirar aire puro. En ese caso, siento que tengo un deseo de salir. ¿Depende de mí la actuación sobre ese deseo? Claro que sí. Lo mismo para desear salir como para desear quedarme en casa. Puedo aniquilar ese deseo. Está claro que el deseo no me lo puede arrebatar nadie, ni siquiera si me ataran a una silla y no me dejaran ni ver la calle: soy yo únicamente quien puede aceptarlo o rechazarlo.
Sobre el deseo, acaso me asalte el impulso de ponerme en movimiento y de coger el ascensor. O tal vez de lo contrario. ¿Depende, por tanto, de mí la actuación sobre ese impulso? Por supuesto. El impulso, en sentido positivo o negativo, lo tengo en propiedad y nadie me lo puede arrebatar, aunque me priven de la cosa que me provocaba el impulso.
Por último, sobre el deseo y el impulso tiene que actuar el asentimiento intelectual. Es decir, que tengo que valorar los pros y los contras de tomar una decisión u otra. ¿Depende de mí un asentimiento intelectual en un sentido o en otro? Parece evidente que así es. Aunque todo lo exterior me niegue cualquier actuación al respecto. La formación de ese intelecto también depende de mí y hacerlo de una manera o de otra acarreará unos juicios más o menos justos y equilibrados. Pero, repetiré una vez más: aceptar o negar algo desde mi intelecto es propiedad inalienable de mí mismo y en ello debo mandar y decidir, aun a costa de cualquier consecuencia. Lo exterior me puede coaccionar, pero yo lo puedo aceptar o despreciar y rechazar.
Por fin junto deseo, impulso y asentimiento intelectual y deduzco que en casita y con calefacción se está mejor. Pero alguien me podía haber obligado a salir por las calles, abrigado o sin abrigar. Nada importa eso. Mis deseos, mis impulsos y mis asentimientos intelectuales (mis convicciones) seguirán estando en los terrenos de mi propiedad.
Y así con cualquier asunto de la vida. De este modo, dicen los estoicos, nos acercamos o incluso conseguimos la serenidad y hasta la imperturbabilidad. Que no es poca cosa. Imaginemos este sencillo esquema referido a la muerte, al amor, al dolor, a las desgracias, a los éxitos… y hasta a la cesta de la compra.
No resulta extraño que a Epicteto se le atribuya esta anécdota: “Epafrodito sometía a suplicio a su esclavo (Epicteto fue esclavo de Epafrodito, luego manumitido y liberto) maltratándole en la pierna. Epicteto, con la serenidad del estoico, le hacía ver: “Me la vas a romper”. Epafrodito persistió en la aplicación del suplicio y le rompió la pierna. Epicteto, imperturbable, no dijo sino: “¿No te lo advertí?”. Puede parecer un disparate. No parece sencillo recomendar esto a nadie a primera vista. Pero aplíquese el esquema referido antes y tal vez nuestra opinión ya no sea tan contundente. Por cierto, ¿les suena aquello de poner la otra mejilla?
Sobre conexiones entre filosofías y religiones hay mucho que contar. Pero no ahora.

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