jueves, 23 de enero de 2020

NOS QUEDA LA PALABRA... Y MÁS


NOS QUEDA LA PALABRA… Y MÁS
Leo un artículo de Adela Cortina en El País, que trata de mostrar el valor de la palabra y del diálogo como forma de estar en la vida y de solucionar diferencias y dificultades. A esta pensadora he acudido con frecuencia y siempre me ha ofrecido confianza, por su solvencia racional, por su sensatez y por sus siempre sanas intenciones.
Copio de su artículo las siguientes palabras: “Pero la palabra puesta en diálogo tiene por meta la comunicación entre las personas y para alcanzarla ha de tender un puente entre el hablante y el oyente, o los oyentes. Un puente que, según acreditadas teorías, exige aceptar cuatro pretensiones de validez que el hablante eleva en la dimensión pragmática del lenguaje, lo quiera o no. Son la inteligibilidad de lo que se dice, la veracidad del hablante, la verdad de lo afirmado y la justicia de las normas”.
Toda una teoría de la comunicación y, si es de la comunicación, lo es, por tanto, de la convivencia y del bienestar.
El acto comunicativo resulta un hecho complejo, lleno de trampas y de dificultades. Está bastante estudiado y esta afirmación no se hace a humo de pajas. Pero resulta incuestionable que el elemento de intermediación es la palabra, ese elemento que es capaz de dar cuerpo a una imagen que nos hacemos de los hechos externos.
Pero no deberíamos olvidarnos de que son varios los elementos de esa comunicación. Aquello de emisor, receptor, código… Y cada elemento mejora o empeora el acto comunicativo según su estado: una sordera, el viento, un estado de enfado… Vale.
Como se advierte en el párrafo elegido, Adela Cortina implica en el valor de la palabra elementos externos a ella. Hace bien porque no se concibe palabra sin alguien que la emita, y se vuelve absurda si otro no la recibe.
No resulta sencillo concretar el grado que se puede considerar aceptable de cada una de las cuatro pretensiones. Sirva la primera como ejemplo: la inteligibilidad. Porque la palabra ha de ser entendida, pero el nivel de conocimiento y de actitud ante la palabra no son los mismos en el hablante y el oyente. Nos tenemos que conformar con un grado de aproximación aceptable que salve los mínimos y nos permita seguir en la tarea sin morir en el intento. Algo parecido sucede con las otras tres pretensiones apuntadas. ¿Quién le pone el cascabel al gato en concretar la veracidad del hablante, la verdad de lo afirmado y la justicia de las normas? Tarea costosa, sin duda.
Pues, sin embargo, todas son precisas en un grado reconocible. ¿Qué puede salvar las deficiencias inevitables de cada una de las pretensiones? De nuevo nos asomamos al campo del sentido común y de la buena voluntad, esos apagafuegos que nos sirven lo mismo para un roto que para un descosido, que están siempre a nuestra disposición y a los que tal vez acudimos pocas veces.
La palabra es una pobre representación verbalizada de la idea que tenemos en nuestra mente de la realidad. Por el camino, entre las estaciones de la realidad y de la palabra, se pierde mucha precisión. Razón de más para no maltratar a la palabra; pero, sobre todo, para acompañarla con las rectas intenciones y con los deseos de que la comunicación fluya como mejor remedio para una vida mejor.
A Adela Cortina le duele el uso innoble, torticero y poco veraz que se hace de la palabra en estos tiempos. A mí también.

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