NOS QUEDA LA PALABRA… Y MÁS
Leo un artículo de Adela
Cortina en El País, que trata de mostrar el valor de la palabra y del diálogo
como forma de estar en la vida y de solucionar diferencias y dificultades. A
esta pensadora he acudido con frecuencia y siempre me ha ofrecido confianza,
por su solvencia racional, por su sensatez y por sus siempre sanas intenciones.
Copio de su artículo las
siguientes palabras: “Pero la palabra puesta en diálogo tiene
por meta la comunicación entre las personas y para alcanzarla ha de tender un
puente entre el hablante y el oyente, o los oyentes. Un puente que, según
acreditadas teorías, exige aceptar cuatro pretensiones de validez que el
hablante eleva en la dimensión pragmática del lenguaje, lo quiera o no. Son la
inteligibilidad de lo que se dice, la veracidad del hablante, la verdad de lo
afirmado y la justicia de las normas”.
Toda una teoría de la comunicación y, si es de la comunicación, lo es,
por tanto, de la convivencia y del bienestar.
El acto comunicativo resulta un hecho complejo, lleno de trampas y de
dificultades. Está bastante estudiado y esta afirmación no se hace a humo de
pajas. Pero resulta incuestionable que el elemento de intermediación es la
palabra, ese elemento que es capaz de dar cuerpo a una imagen que nos hacemos
de los hechos externos.
Pero no deberíamos olvidarnos de que son varios los elementos de esa
comunicación. Aquello de emisor, receptor, código… Y cada elemento mejora o
empeora el acto comunicativo según su estado: una sordera, el viento, un estado
de enfado… Vale.
Como se advierte en el párrafo elegido, Adela Cortina implica en el
valor de la palabra elementos externos a ella. Hace bien porque no se concibe
palabra sin alguien que la emita, y se vuelve absurda si otro no la recibe.
No resulta sencillo concretar el grado que se puede considerar aceptable
de cada una de las cuatro pretensiones. Sirva la primera como ejemplo: la inteligibilidad. Porque la palabra ha de
ser entendida, pero el nivel de conocimiento y de actitud ante la palabra no
son los mismos en el hablante y el oyente. Nos tenemos que conformar con un
grado de aproximación aceptable que salve los mínimos y nos permita seguir en
la tarea sin morir en el intento. Algo parecido sucede con las otras tres
pretensiones apuntadas. ¿Quién le pone el cascabel al gato en concretar la veracidad del hablante, la verdad de lo
afirmado y la justicia de las normas? Tarea costosa, sin duda.
Pues, sin embargo, todas son precisas en un grado reconocible. ¿Qué
puede salvar las deficiencias inevitables de cada una de las pretensiones? De
nuevo nos asomamos al campo del sentido común y de la buena voluntad, esos
apagafuegos que nos sirven lo mismo para un roto que para un descosido, que
están siempre a nuestra disposición y a los que tal vez acudimos pocas veces.
La palabra es una pobre representación verbalizada de la idea que
tenemos en nuestra mente de la realidad. Por el camino, entre las estaciones de
la realidad y de la palabra, se pierde mucha precisión. Razón de más para no
maltratar a la palabra; pero, sobre todo, para acompañarla con las rectas
intenciones y con los deseos de que la comunicación fluya como mejor remedio
para una vida mejor.
A Adela Cortina le duele el uso innoble, torticero y poco veraz que se hace de la
palabra en estos tiempos. A mí también.
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