sábado, 11 de enero de 2020

POR SI QUISIÉRAMOS MIRAR


POR SI QUISIÉRAMOS MIRAR
En estas horas tensas en las que todo el mundo anda pendiente de la composición del nuevo Gobierno, con reparto de carteras ministeriales y de funciones, de regateos y de previsiones (catastrofistas unas, ilusionadas otras), de dimes y diretes, y de penúltimas intenciones de sacar tajada de todo, uno se remansa cuando se da de bruces con datos de otros lugares en los que se confirma que viven en los países “más felices del mundo”. Tal es el caso de Finlandia según casi todos los indicadores y estudios.
Nadie sabe en qué consiste exactamente eso de ser feliz. Habrá que contentarse y entender que estamos hablando de situaciones concretas y perecederas en las que la gente no se siente del todo mal. O, si se quiere decir en vía negativa, se trata de comunidades menos infelices. Es lo mismo que cuando afirmamos que la democracia es la mejor de las formas políticas de convivencia, cuando en realidad deberíamos conformarnos con defender que es la menos mala. No hay más que abrirla un poco en canal para darnos cuenta de la cantidad de carencias que contiene. Pero, a pesar de ello, es la menos mala.
Acabo de leer un amplio reportaje, elaborado con datos de presencia directa, de la sociedad finlandesa. Nihil novum sub sole. Los condicionamientos naturales, geográficos, de densidad humana, etc. no son los mismos, pero nos sirve el ejemplo. Corrobora lo que ya se sabía. Educación como base de todo; no escandalosa desigualdad entre los ciudadanos; servicios sociales abundantes; confianza de los ciudadanos hacia los demás y hacia las instituciones; sentido de pertenencia a una comunidad en la que hay ideales comunes y el bienestar de uno es bienestar de todos.
No hay más. Ni menos. Y tal vez ordenado como se ha hecho aquí. Porque una buena educación ya nos da una escala de valores y una preparación adecuada para todo lo demás; una proximidad en igualdad de los ciudadanos nos proporciona confianza y autoestima; un estado de bienestar nos estimula para seguir contribuyendo a la justicia y al bienestar común; una confianza en los demás y en las instituciones nos permite la buena fe, la buena voluntad y la eficacia; y, por fin, un sentido de pertenencia a una comunidad con ideales comunes nos evita envidias, centrifugaciones, recelos y disgregaciones.
Uno lee estas páginas, se imagina esas sociedades y traslada la mirada a la situación de esta España en la que uno vive y respira. Y el ánimo se viene al suelo. Y no porque no crea en la existencia de valores positivos ni de logros importantes en ella. Pero estas bases… Si lográramos sustentarnos en estas bases…
A lograrlas tendríamos que contribuir todos los ciudadanos, cada uno en su puesto y en su lugar. Pero también las instituciones públicas, empujando iniciativas que animen a ello, dibujando estructuras que lo visibilicen, fomentando el desarrollo de estos valores.
Tal vez serían buenos estos momentos para pensar primero en los valores y luego en las personas que pueden estar al frente del desarrollo de los mismos. Hay, sin embargo, tantos intereses que atender y tantos egos que satisfacer…
No es sencillo organizar la convivencia de territorios amplios y de comunidades millonarias, sobre todo si las fuerzas se nos van en disgregar y en recelar unos de otros. Influyen muchos factores que condicionan el organigrama y su desarrollo. Pero no actuar con esos objetivos en el horizonte es andar a tientas y con el peligro de no acertar nunca.
Los principios no son muchos. Su organización y jerarquía resulta fundamental, La racionalidad para glosarlos e impulsarlos es básica. El acompañamiento de todos nosotros se hace imprescindible. El resultado no será el mejor, pero será, sin duda, el menos malo.

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