POR SI QUISIÉRAMOS MIRAR
En estas horas tensas en
las que todo el mundo anda pendiente de la composición del nuevo Gobierno, con
reparto de carteras ministeriales y de funciones, de regateos y de previsiones
(catastrofistas unas, ilusionadas otras), de dimes y diretes, y de penúltimas
intenciones de sacar tajada de todo, uno se remansa cuando se da de bruces con
datos de otros lugares en los que se confirma que viven en los países “más
felices del mundo”. Tal es el caso de Finlandia según casi todos los
indicadores y estudios.
Nadie sabe en qué
consiste exactamente eso de ser feliz. Habrá que contentarse y entender que
estamos hablando de situaciones concretas y perecederas en las que la gente no
se siente del todo mal. O, si se quiere decir en vía negativa, se trata de
comunidades menos infelices. Es lo mismo que cuando afirmamos que la democracia
es la mejor de las formas políticas de convivencia, cuando en realidad
deberíamos conformarnos con defender que es la menos mala. No hay más que
abrirla un poco en canal para darnos cuenta de la cantidad de carencias que
contiene. Pero, a pesar de ello, es la menos mala.
Acabo de leer un amplio
reportaje, elaborado con datos de presencia directa, de la sociedad finlandesa.
Nihil novum sub sole. Los condicionamientos naturales, geográficos, de densidad
humana, etc. no son los mismos, pero nos sirve el ejemplo. Corrobora lo que ya
se sabía. Educación como base de todo; no escandalosa desigualdad
entre los ciudadanos; servicios sociales abundantes; confianza de los
ciudadanos hacia los demás y hacia las instituciones; sentido de pertenencia a
una comunidad en la que hay ideales comunes y el bienestar de uno es bienestar
de todos.
No hay más. Ni menos. Y
tal vez ordenado como se ha hecho aquí. Porque una buena educación ya nos da
una escala de valores y una preparación adecuada para todo lo demás; una
proximidad en igualdad de los ciudadanos nos proporciona confianza y
autoestima; un estado de bienestar nos estimula para seguir contribuyendo a la
justicia y al bienestar común; una confianza en los demás y en las
instituciones nos permite la buena fe, la buena voluntad y la eficacia; y, por
fin, un sentido de pertenencia a una comunidad con ideales comunes nos evita
envidias, centrifugaciones, recelos y disgregaciones.
Uno lee estas páginas, se
imagina esas sociedades y traslada la mirada a la situación de esta España en
la que uno vive y respira. Y el ánimo se viene al suelo. Y no porque no crea en
la existencia de valores positivos ni de logros importantes en ella. Pero estas
bases… Si lográramos sustentarnos en estas bases…
A lograrlas tendríamos
que contribuir todos los ciudadanos, cada uno en su puesto y en su lugar. Pero
también las instituciones públicas, empujando iniciativas que animen a ello,
dibujando estructuras que lo visibilicen, fomentando el desarrollo de estos
valores.
Tal vez serían buenos
estos momentos para pensar primero en los valores y luego en las personas que
pueden estar al frente del desarrollo de los mismos. Hay, sin embargo, tantos
intereses que atender y tantos egos que satisfacer…
No es sencillo organizar
la convivencia de territorios amplios y de comunidades millonarias, sobre todo
si las fuerzas se nos van en disgregar y en recelar unos de otros. Influyen
muchos factores que condicionan el organigrama y su desarrollo. Pero no actuar
con esos objetivos en el horizonte es andar a tientas y con el peligro de no
acertar nunca.
Los principios no son
muchos. Su organización y jerarquía resulta fundamental, La racionalidad para
glosarlos e impulsarlos es básica. El acompañamiento de todos nosotros se hace
imprescindible. El resultado no será el mejor, pero será, sin duda, el menos
malo.
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