MÁS ALLÁ DE LAS CACEROLADAS
Se están produciendo estos días manifestaciones y caceroladas en
diversos lugares de España. En ellas se protesta contra el Gobierno, aunque, al
menos yo, no tengo claro qué es lo que piden, más allá de Gobierno, dimisión y Sánchez,
al paredón. Quiero decir que debían explicitarlo claramente. Ante tal
situación, uno tiene el derecho de interpretar las intenciones. No parece que
haya que ser muy inteligente para entender que lo que hay detrás de estas voces
es una indignación evidente por la manera de tratar, política y socialmente, la
pandemia que nos sigue amenazando.
Con todas las imprecisiones que conlleva la reducción, se puede declarar
que piden una libertad mayor de cada individuo para reactivar la economía y
cualquier actividad pública. Es muy probable -dejémoslo en probable- que, más
en el fondo, anide otro virus peor: el de saltar a la yugular al Gobierno de
otro color político con cualquier pretexto.
Olvidemos por un momento la segunda variante -que ya en mucho olvidar- y
quedémonos con la primera.
Siempre desde la libertad de manifestación, que hay que respetar siempre
que se pueda, salvando las condiciones sanitarias, algo nada sencillo en este caso,
las distancias físicas exigidas. Vale.
Bien, pues ya estamos en la calle. El riesgo de contagio es evidente,
pero dejémoslo estar.
Ya he manifestado por escrito que el precio que la sociedad está pagando
con el confinamiento es muy elevado. Mucho. Se le ha privado de uno de los
derechos fundamentales, el de la movilidad y libre circulación, y, en cierto
modo, del de la iniciativa particular.
No hace falta tener mucho cerebro para entender que existen otros
derechos fundamentales. Por encima de todos ellos está el derecho a la vida y
la obligación de evitar todas las muertes posibles. Conjugar ambos derechos no
resulta sencillo y, en todo caso, siempre es doloroso. Resulta imprescindible
jerarquizar y atender al bien mayor, en este caso el de salvar vidas.
Se argumentará por la otra parte que sin economía también se muere y que
más cornadas da el hambre. Pero, ¿no se entendería esto mejor si lo argumentara
quien navega en la pobreza y no ve la manera de imaginar un futuro en el que
poder subsistir? Cuando la protesta viene, en términos generales, de grupos que
tienen recursos abundantes y que no ven peligrar su futuro de manera clara, ¿cómo
se come esto?
A mí no se me ocurre otra explicación que la de la insolidaridad, la del
egoísmo y la de la imbecilidad mental.
Supongo que otros grupos sociales más numerosos y menos acomodados lo
que realmente pedirían sería más ayudas por parte de los demás miembros de la
comunidad, aunque tengan que soportar confinamientos en sus casas, seguramente
menos confortables, con tal de superar juntos el mal, también común.
Y así ya llegamos al meollo del asunto: la defensa del individuo frente
a la comunidad, sobre todo, claro, cuando este se halla en posición ventajosa
en cualquier parámetro: económico, social, de salud…. No quiero herir con mis
palabras, pero esto es simplemente un sálvese quien pueda. Y, si estiramos un
poco más la goma y recordamos experiencias históricas, nos podemos despeñar por
el abismo. Cuanto más estiro el argumento, más de puede el desasosiego y hasta
la misantropía.
Repetiré por enésima vez -ya voy mayor y casi todo lo hago por enésima
vez- un sencillo esquema en el que creo. Es este:
1.- Si no se parte de igualdad de oportunidades, todo en la vida es
falso y mentira.
2.- Si no se premia el esfuerzo, estaremos fomentando la injusticia.
3.- Al menos cronológicamente, la necesidad de igualdad de oportunidades
se produce antes que el asunto del esfuerzo individual, pues tiene que
cumplirse desde el momento del nacimiento y en cualquier otra oportunidad.
4.- Habrá, por tanto, que aplicar más empeño en la primera variante que
en la segunda, si no queremos ser injustos cada día de nuestras vidas.
Verán, a partir de este sencillo esquema, cómo les nacen los partidos
políticos, las derechas y las izquierdas, los de arriba y los de abajo, los
individualistas y los comunitarios, y hasta terminamos explicando aquello del Espíritu
en forma de paloma.
Ah, y por poner algo de sentimiento. Qué mala conciencia se debe de
quedar cuando no se levanta la mirada y uno se encierra en sí mismo como fin de
toda acción. Somos tan poca cosa, que, si nos miramos el ombligo, debemos
parecer menos que una mota de polvo en una erupción volcánica. Venga, hombre, no
os hagáis mala sangre, arriba esas manos y un abrazo común, que todos somos
contingentes y necesarios a la vez.
65 días después. Ánimo.
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