Hace
muy escasos días recibí una llamada de teléfono jugosa. Alguien me llamaba
desde la sede de las Cortes de Castilla y León. Tranquilo, ninguna intriga
política. Parece que están redactando una ley que se refiere a asuntos de medio
ambiente y a concesiones de licencias de tipo medioambiental y sanitaria para
establecimientos públicos.
¿Y
por qué me llaman a mí si yo no sé nada de esto y cada día soy más vegetariano
y me conformo con un buen primer plato?
El
asunto iba de precisiones lingüísticas. La procuradora que me consultaba me
aseguraba que se sentía confusa porque en muchos artículos se escribía la
conjunción “o” entre dos elementos y no sabía si realmente separaba o igualaba a
esos elementos. Según fuera el caso, se podría interpretar por ejemplo que se
le exigía una condición al elemento “A” y no al elemento “B”, o se podría
interpretar que se exigía a ambos elementos, el “A” y el “B”, sean estos por
ejemplo una carnicería y un escaparate. Estuvimos unos quince minutos dándole
vueltas al asunto y fue otra llamada la que cortó el intercambio de opiniones.
Las
Cortes tienen, me dijo, asesores letrados, y a ellos habían acudido, pero sus
consejos no eran del todo contundentes.
Lo
siento, le dije, pero yo tampoco puedo ser categórico. Intervienen, como
siempre, diversos elementos y hay que contemplar distintos enfoques:
etimológicos, de evolución significativa, de uso social, de antecedentes
legales…
“A”
o “B” tradicionalmente implica separación o alternativa, eliminación de uno de
los elementos para quedarnos con el otro. Pero ya el diccionario incorpora en
una de sus acepciones el valor de equivalencia. Alguien me enseñó alguna vez
que fue Vicente Aleixandre quien por primera vez utilizó en poesía la
conjunción “o” con valor de igualdad, en su obra “La destrucción o el amor”. En
ese caso “A” o “”B” significa la igualdad de “A” y “B”, y por tanto no solo no
se eliminan sino que se suplen y se sustituyen con la misma validez.
No
dejan de ser dos valores confusos y, en cierto modo, contradictorios. A nadie
le puede extrañar que, a partir de estos valores, un abogado “listillo” se
aproveche de la literalidad del texto y lleve el agua a su molino mientras se
forra como leguleyo.
La
procuradora tenía razón y no era una minucia lo que consultaba, a pesar de que
pudiera parecer algo insignificante. Por eso le insistí en que al menos dejara
constancia de lo que eso implicaba y de lo que se podría producir en la
aplicación de la ley.
El
caso particular, como sucede casi siempre, me importaba poco, pero se me
ocurrieron algunas consideraciones de tipo general:
a)
La importancia de
redactar con precisión las leyes.
b)
La necesidad de
que, al ladito de cualquier redacción legal, haya siempre algún entendido en
palabras que cuide su redacción.
c)
La pobreza, a
pesar de todo, de las lenguas y de las palabras, que se aproximan pobremente a los
conceptos que de la realidad creamos para intentar apresarla y comunicarla.
d)
La necesidad
imperiosa de aplicar siempre la buena voluntad y el sentido común, ese sentido
común y esa buena voluntad que proceden del convencimiento de que nada hay
absolutamente preciso y definitivo, no los que llegan desde la tontería y la
falta de análisis: eso es de lelos e imbéciles.
e)
La diferencia
entre la legalidad y el legalismo. Y el mundo de aprovechados que se abre desde
el mundo de los leguleyos.
f)
La imposibilidad
de que una ley, por muy bien redactada que esté, alcance la realidad a la que
quiere referirse con absoluta precisión, con independencia de la pobreza de las
palabras.
g)
La conveniencia
de acudir a alguien que, teóricamente, sabe algo del asunto para pedir ayuda y
precisión. Aunque no sé si no le llevé más confusión en este caso.
h)
Y, por fin, lo
diversa que es la vida y su discurrir, esa vida que nos lleva a todos y que
tenemos que vivir con ilusión pero sin hacernos demasiadas ilusiones, con
pasión pero sin forofismos, con un ojo en nosotros y otro en todo lo que nos
rodea.
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