Jueves,
día cuatro. Al atardecer, nos vamos a dar un paseo para burlar los calores y
respirar aire serrano. En cuanto salimos de casa, llegan rumores que enseguida
se hacen sonidos y rápidamente ruidos y bullicio. Desde la Corredera parten
ruidosos grupos de adolescentes vestidos con camisetas de fiesta. Detrás de
ellos también caminan con aire festivo algunos grupos de gente madura, sin duda
pertenecientes a alguna peña festiva. Eran los prolegómenos de las fiestas
patronales de esta ciudad estrecha y me contaron que hacían un pasacalle para
acudir al pregón que se proclamaba en la Plaza Mayor como cada año. Lo peor de
todo ello es que cada grupo empujaba un carro, traído de alguna superficie
comercial, que iba cargado de botellas y garrafas de líquido y de alcohol. La
sensación me resultó tan deprimente, que me aparté calle Libertad abajo
rumiando el significado de la palabra “fiesta” y el sentido que a la misma
parece que se le quiere dar en esta estrecha ciudad.
Como
participar en reuniones numerosas no es lo que más me atrae, me pongo en
guardia por si mis opiniones resultan demasiado subjetivas. Y, a pesar de todo,
no se aleja de mí un sentimiento que mezcla la rabia, la pena y el desaliento
social.
Con
frecuencia confieso que me gustaría tener un espíritu festero y un ánimo de
jota para olvidarme de todo, sumergirme en ese ambiente y dejarme llevar por la
corriente hacia donde sople el aire; de esa manera me ahorraría cierto malestar
y desasosiego. Pero sería mentiroso conmigo mismo y no puedo.
Me
contaron que el ayuntamiento había subvencionado a cada peña con la cantidad de
500 euros. Supongo que así se aseguran su presencia donde quieran y un bullicio
suficiente. Pero me pregunto si es bueno que se dé dinero para fomentar el
botellón público y el descontrol general. ¿Es en eso en lo que piensan que
consiste la fiesta? Qué pobreza, qué torpeza, qué estulticia, que
analfabetismo, qué manera de destruir lo que tanto cuesta integrar en la escala
de valores de los adolescentes y de los jóvenes. Luego se quejarán y se darán
golpes de pecho pidiendo cultura del esfuerzo, educación en valores y sumisión
al orden y a la norma. Qué cinismo. Mentalmente volví a mis años en las aulas. Nada
de lo que veía en las calles tenía cabida en mi trabajo y en mis empeños. En las
calles de Béjar veía la certeza de que el mayor enemigo estaba de las puertas
del aula para fuera.
Supongo
que los que programan lo harán con la mejor voluntad. Solo faltaba. El asunto
no está ahí, el meollo está en la escala de valores que anida en el ánimo y en
la formación social y política de cada uno. Lo demás no es otra cosa que dejar
que la fuente mane, que se concrete aquello que inconscientemente nos habita. El
acervo popular lo expresa muy bien con aquello de “la cabra tira al monte”. Véanse,
si no, la lista de algunos de los festejos que jalonan estos días de asueto:
toros, procesiones, Malenes Maureaux, elección de reyes y reinas… y toda una
ristra de muestras de altura intelectual, de la altura del basurero, por
supuesto.
Como
sucede siempre, unos tienen más responsabilidad que otros, pero el conjunto hay
que compartirlo y cada cuál sabrá en qué medida, por acción o por omisión, deja
que corra la bola y que casi todo se contabilice por el ruido y por los
botellones en una comunidad.
A
mí me parece esto muestra de una pobreza moral acusada y una muestra evidente
de otra crisis más profunda y grave que esa económica de la que tanto se habla,
de una crisis de valores. Por ello, aunque solo sea en forma de apunte, dejo
expresado mi disgusto. Cada uno sabrá lo que quiere. Este, desde luego, no es
mi modelo de fiesta, ni de festejos, ni de festividades.
Ah,
por cierto, yo también soy pechero y contribuyo con mis impuestos. Me gustaría
verlos dedicados a otros menesteres.
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