Quiero
vivir conmigo, gozar de la quietud y estar a solas. Es bueno irse apartando ,
venir al singular y estar perdido, ver que la tarde ofrece más luz que las
farolas que adornan la verbena, que la luz de la noche puede ser más penetrante
que los rayos del día y que el silencio atruena si el oído se presta a su
conquista.
Cuando
desde el sentido asciendo hasta la altura del entendimiento y me llama la luz
de las ideas, sé que todo se viene hasta mi encuentro y yo salgo al encuentro
de lo que ya me estaba esperando desde siempre. Mejor en la quietud y en el
silencio: es el lugar exacto en el que se revelan los misterios y yo me hago
consciente de mí mismo, de mis propios silencios y miserias, de mi cuerpo
desnudo, del blando discurrir de mis palabras, del proceso volátil que me ocupa
en los brazos del tiempo y del espacio.
Y
sé que si pregunto, cual filósofo, por la esencia absoluta de la cosa, es
decir, “la pregunta por la cosa” me balanceo y subo y me suspendo, y me abato y
me hundo y me descubro, siempre tan pobre, siempre tan marcado por los límites
simples de mí mismo.
Quiero
la soledad, quiero la brisa que me orea y me mira y me sorprende, y me vuelve a
la luz de mi conciencia. Desde ese pozo ciego miro el mundo, y la luna me mira
desde el fondo, y vienen las estrellas en cuchillos a mirarme también y a darme
luz para que yo me mire, me conozca, abra a la luz la vista y sea consciente
del poder de mis ojos: las cosas son las cosas simplemente porque yo tengo ojos
para verlas, y yo soy otra cosa que se ofrece a otros ojos que existen para
verme.
En
esa conjunción de luz y sombras, a la quietud sencilla del silencio, me acojo y
me abandono, quiero ser transparencia y ser memoria, ojo que arde a la vista y
se transforma en luz de soledad, en soledad de luz, en llama que se expande y
que se turba, en silencio sonoro y luminoso.
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