Supongo
que en nuestra literatura no hay otro caso de imitación tan sonado como el
llamado falso Quijote, o Quijote de Avellaneda. No estoy seguro de que lo haya
leído mucha gente, pero sí que se han gastado ríos de tinta en dar con el
rastro seguro de su creador, como si el nombre fuera realmente algo importante.
Este
asunto ejemplifica, mejor que casi ningún otro, el valor y consistencia de las
imitaciones en la vida, al menos las del mundo de la creación literaria. Habría
que saber al menos dos cosas fundamentales. La primera es que en los siglos de
oro las imitaciones se consideraban de manera positiva, como un intento de
llegar a la altura del original. La segunda es que, en el mundo de los héroes
de caballería, la saga era algo casi obligado. Seguro que solo esto ya mitiga
bastante algo que, visto varios siglos después, suscita rechazo y hasta enfado.
He
dedicado los últimos días a las páginas del falso Quijote y mi opinión es que,
aunque no resiste ni por asomo la comparación con el cervantino, encierra
valores dignos y atesora un estilo que a mí me ha resultado divertido y no de
segundo orden. Y no puedo decir menos de su estructura, más cuajada que la del
original. Lo que en el nivel léxico es fárrago para algunos, para mí es
competencia lingüística del autor y dominio de la palabra, por citar solo un
nivel.
Pero
echo en falta, muy en falta, los gracejos continuos del Sancho original, las
conversaciones entre escudero y caballero sobre todo lo humano y lo divino, la
proximidad a lo inmediato y tantas cosas más. Y rechazo el abuso de rigorismo
propio de algún gerifalte eclesiástico, al que la reforma religiosa le había caído
como losa sobre los hombros, y tantas cosas que dejan en evidencia una obra que
se sostiene pero que mira a otra gigante y colosal. De tal manera lo hace, que
el pseudoquijote se queda en el mundo trasnochado de la caballería andante,
mientras que el original cervantino alcanza todos los principios que mueven y
moverán al ser humano en cualquier tiempo y lugar.
No
me extraña que Cervantes hiciera morir a su héroe mientras que el desconocido
autor de la imitación lo encerrara en un manicomio toledano y lo dejara en cura
para salir de nuevo “por tierras de Castilla la Vieja… llevando por escudero a
una moza soldada.”
Tengo
para mí que hemos gastado mucha tinta en indagar acerca del nombre del segundo
autor y menos en el valor mayor o menor de las imitaciones, imitaciones de
entonces, de ahora y de siempre. Qué buen asunto para una tertulia. O para un
ensayo sesudo.
Por
cierto, hay imitaciones, y casi copias, del segundo autor a Cervantes, pero hay
imitaciones y comentarios abundantísimos de Cervantes al segundo autor, en un
juego fantástico que divierte al lector muy mucho.
Hoy
no es el día pues el calor puede derretirnos el caletre.
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