Se
celebra hoy el día mundial de la “lucha contra la explotación y el tráfico de
mujeres”, eso que por derecho y en una sola palabra llamamos prostitución.
Las
estadísticas que se ofrecen acerca del número de personas que se dedican al
oficio más antiguo del mundo (y dale con los eufemismos), según se las
interprete, causan terror; hasta el punto de que, si uno hace un cálculo de
porcentajes y lo traslada a la realidad física de la comunidad en la que vive,
tiene la impresión de que asomarse al balcón y divisar lupanares es todo la
misma cosa, y andar por la calle y hacer selecciones maliciosas otro tanto.
Me
causa cierta extrañeza que el DRAE describa el verbo como transitivo
(“prostituir”) y no como como pronominal (“prostituirse”), aunque
inmediatamente después de su descripción incorpora la nota “U.t.c.prnl., es
decir “prostituirse”.
Y
es que esto de la prostitución -como todo lo demás, por otra parte- incorpora
diversas consideraciones, variantes y muestras sociológicas. Y a todo ello hay
que añadirle la dificultad que tiene la lengua para reproducir con precisión la
idea que de las cosas nos hacemos, es decir, los conceptos.
Porque
prostituir implica que la voluntad se fuerza, que una persona extraña obliga a
otra a vender su cuerpo a cambio de dinero, a permitir que la propiedad más
inmediata y cierta que se posee, que es el cuerpo, sea invadido y violado sin
consentimiento, degradando de esa manera a la persona y sometiéndola de una
manera indeseada a la voluntad de un intruso.
Prostituirse
nos deja más perplejos y acodados. Parece como si la voluntad en este caso fuera
personal e intransferible y la acción consecuencia de un acto libre y
voluntario. ¿Quién tiene poder para intervenir e imponer su voluntad sobre otra
persona cuando se trata, otra vez, del acto más personal y de la propiedad más
próxima y real? Seguramente aparecerán en este momento los criterios morales y
religiosos, los de costumbres y de buen uso, los ideológicos y los de toda índole.
Pero siempre a partir de esa realidad primera de voluntad personal
individualizada. No sé cuántos se creerán que esa situación individual
realmente es libre y no forzada. Tampoco sé hasta dónde ando yo convencido de
ello. Pero habrá que admitir que el asunto es complejo.
Hay
una segunda acepción incorporada al DRAE que termina por ser la más extensa y
la que tal vez interese más: “Dicho de una persona: Deshonrar, vender su
empleo, autoridad, etc., abusando bajamente de ella por interés o por adulación”.
¿Cuántos
empleos hay por ahí “abusando bajamente de la autoridad” y al amparo de las
normas laborales, esas que se dictan bajo el manto y el patrocinio de la Virgen
del Rocío, por ejemplo? ¿Y cuánta gente se prostituye (pronominalmente)
aplaudiendo ese abuso en ella misma, si no en asuntos laborales sí en asuntos
sociales, musicales, deportivos, cinematográficos y similares? La voluntad no
es voluntad si no es libre; cuando es engañada es solo estulticia e
imbecilidad. Y de esto abunda como abundan las setas en otoño. Tengo la
seguridad de que estas estadísticas, más reales aún que las otras, sí que
causan pavor y hacen de esta sociedad una casa de lenocinio, o sea, una inmensa
casa de putas. “La España de charanga y pandereta. / cerrado y sacristía, /
devota de Frascuelo y de María, / de espíritu burlón y de alma quieta”.
La
calle Montera se disfraza con muchos arrumacos y se sale a tratar y al chalaneo
por todos los caminos, senderos y trochas. Y no todos tienen aceras ni
alcantarillado como ella.
Ya
sé que es dura la opinión. Pero…
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