UN GIGANTE QUE DA MIEDO
Esta
superestructura en que se ha convertido el hipercapitalismo se robustece cada
día y causa dificultades casi insalvables y alguna que otra satisfacción. Porque
se ha transformado en un monstruo que asusta, que da mucho miedo, que engorda
sin que nadie le ponga algún remedio, porque no parece que haya forma de
hacerle frente, porque abarca todo y a todos, porque el individuo lo mira y
echa a correr, o no lo mira y se refugia en él, aunque sepa que tiene poco
sentido y mucha injusticia incorporada. Si se ha hecho dueño de la producción,
de la distribución, de los medios que lo regulan o lo desregulan y hasta ha
anulado o configurado de nuevo los conceptos de espacio y tiempo, ¿qué le queda
al individuo cuando ve frente a sí, detrás de sí, por delante y por detrás,
antes y después, ese inmenso monstruo del mundo del dinero? La primera reacción
es la del miedo, por ser suave y dejar algún resquicio a la esperanza.
Pero,
aunque sea desde lejos y con muchísima cautela, habrá que echarle el ojo y
contemplarlo, por si se puede deducir algo en provecho propio y en beneficio de
la colectividad. Por ejemplo, vislumbrar cuáles son las patas más gruesas en
las que se asienta este mundo dominado por el capital. Por claro y completo,
suscribo el esquema que describen Gilles Lypovetsky y Jean Serroy (2010). Son
estas: el hipercapitalismo, la hipertecnificación, el hiperconsumo y el
hiperindividualismo. Del análisis de estas cuatro componentes tal vez podríamos
extraer una imagen no demasiado distorsionada de lo que vivimos y del genérico
en el que se asienta la cultura.
Hay
una cadena de acontecimientos que se sustentan y que se explican unos a otros.
De ese modo, el movimiento de uno de ellos implica la carrera y la nueva
posición del siguiente. Aquí se enumeran algunos, pero la explicación da para
más reflexión y para más consecuencias. Vamos.
Si
se desterritorializa la producción, se modifican todos los elementos de la
sociedad primitiva (por ejemplo, algo tan doloroso como la desubicación de las
sucesivas generaciones, que se disgregan por motivos laborales) y también los
elementos que implica el mercado. El apartado siguiente es el paso franco a la
especulación. Todos conocemos empresas que cambian de sede por abaratar los
costes de producción. De la mano se llevan las concesiones sociales (terrenos,
impuestos…) de los que se benefician y que paga toda la comunidad.
Naturalmente, esto solo lo pueden hacer las empresas de cierto tamaño, es
decir, las que realmente pueden influir algo en el mercado. Los mercados, en
esta dinámica, tienen la obligación de “liberalizarse” y en este momento
también son los países más pobres los que tienen que ceder ante esa apertura de
los mercados, pues es bien sabido que, cuando las condiciones aprietan, los
países poderosos vuelven enseguida los ojos a los aranceles propios y a las
restricciones. No es posible entonces concebir sistemas particulares ni
mercados parciales: todo es global y todo está globalizado. Es el momento para
que actúe el mercado especulativo financiero con toda su crudeza. Del producto
se ha pasado al dinero y de este a los números y a los dividendos. ¿Quién tiene
capacidad para conocer realmente lo que sucede en el mundo de la banca y de los
movimientos de capitales? Ni los particulares ni los gobiernos. El campo para
que los dueños de las acciones se muevan a su gusto y controlen literalmente el
mundo está totalmente abonado. Todo ese mundo se torna entonces opaco y escurridizo,
el gigante se agranda, crece y crece, y termina por estallar. No soy
economista, pero ya he dicho muchas veces que aspiro al sentido común y no creo
equivocarme mucho al afirmar que las diversas crisis mundiales tienen su origen
en esta opacidad y en esta desregulación. Se afirmaba no hace mucho que el
mundo financiero andaba jugando con valores cien veces superiores a los que
representaba todo el dinero existente, que ya por sí mismo no es más que un
símbolo. ¿Cómo no van a llegar las burbujas y los estallidos financieros?
Lo
peor es que, cada vez que esto se produce, lo que tiene que hacer la comunidad
es buscar la fórmula de arreglar el desaguisado para que la bola siga su curso.
Los gobiernos se las ven y se las desean para darles gustos a los mandatarios
financieros y recortan derechos, suprimen avances y hasta piden perdón a los
que han creado todos los desaguisados. El panorama español actual es un ejemplo
inmejorable para ser analizado desde esta perspectiva.
Y,
si no pueden los gobiernos, ¿qué puede hacer un ciudadano de a pie? Poco más
que asustarse. Porque el mundo hipercapitalista, ese monstruo que asusta, no se
conforma con nada y cada día pide más. Cuando se encuentra fuerte, y ahora lo
está más que nunca, asusta al trabajador y lo explota sin piedad, lo condiciona
y lo pone en situación de desconfianza en la empresa y en sí mismo, pues está
asustado por si le toca a él personalmente desaparecer de la cadena de
producción. El productor ahora cuenta menos que nunca; solo importa el proceso
productivo en las mejores condiciones para que la cuenta de resultados y los
dividendos resulten positivos. Y esto, ahora por primera vez, afecta no solo al
trabajador de a pie sino también a los directivos. De este modo, el
hipercapitalismo está creando una sociedad en la que sus integrantes se hallan
no solo físicamente desorientados, sino, lo que es peor, psíquicamente
descorazonados y sin una meta que perseguir.
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