POR LO BAJINI (VIII)
¿Y SI ME PIDO UNA PIZZA?
A
ver si le buscamos algún resquicio a esta nueva vida, a esta nueva moral y a
esta nueva organización.
Hasta
hace no mucho -ya se ha dicho otro día- las culturas se apoyaban y hasta se
hundían en principios sagrados. Estos principios, si no racionales, sí eran
consistentes y duraderos, pues, o bien la sociedad no se planteaba su análisis
en profundidad ni su cambio, o bien diversas fuerzas lo impedían.
La
modernidad se puede resumir, aunque sea de forma gruesa, en el descubrimiento
del individuo y de su valor por encima de cualquier otra consideración o
fundamento. Cuando hay divergencia entre razón y fe, será ya la razón la que
reivindique su supremacía. Esa es la verdadera modernidad. El ser humano no
solo se descubre fundamento sino igual ante las posibilidades: la razón es
elemento universal y común. Y, desde ese descubrimiento, también asume las
exigencias de ordenar su propia vida con las leyes que crea convenientes. Ahora
ya no solo existen las tradiciones, ahora es que se pueden cambiar y hasta
negar.
Según
esta nueva situación, entran en conflicto toda una serie de realidades que
hasta no hace mucho reinaban sin demasiada controversia. Es el caso de las
tradiciones, de las influencias religiosas, de las estructuras morales sin
cuestionar, de las instituciones inamovibles, de las relaciones familiares, de
los partidos políticos…
Todo
esto ha quebrado, al menos en su intensidad, en los últimos decenios. Cualquier
repaso somero nos lo confirma. Piénsese, si no, qué sucede con estas dos
instituciones: la familiar y la política.
La
institución familiar, a pesar de ser la más estimada, ha adquirido una
diversidad formal imprevista hace tan solo unos años. El modelo único hace
aguas por todas partes y las cifras lo confirman. A fecha de hoy, y esto se ha
producido en muy escasos años, se celebran tantos o más matrimonios civiles que
religiosos, se multiplican las familias monoparentales, los divorcios son
moneda común, el reparto de funciones entre el hombre y la mujer felizmente
casi nada tiene que ver con lo que sucedía hace veinte o treinta años:
incorporación de la mujer al mundo del trabajo, educación compartida,
decisiones también compartidas, reparto de autoridad, tiempos libres separados…
Es tal la suma de diferencias, que solo con esta institución se podría afirmar,
sin temor a equivocarnos, que la sociedad ha sufrido una revolución
extraordinaria. Y las implicaciones que este cambio profundo conlleva son para
ensayo largo por importantes y numerosas. Todas ellas apuntan hacia un individualismo
cada vez más evidente.
Algo
similar sucede con las adhesiones de tipo político. Las grandes organizaciones
políticas y sindicales sufren hoy tal vez uno de sus momentos más preocupantes
en cuanto a adhesión, afiliación o simplemente comprensión. Por las razones que
sea -algunas ya se han expuesto en otras líneas-, todo se conjura para hacer
parecer que todas las formaciones sociales son similares y la teoría de la
equidistancia tiene legión de seguidores. Desde la caída del Muro de Berlín, y
con los resúmenes que se presentan de la experiencia del socialismo real, nada
hay consistente que se pueda oponer ni siquiera al capitalismo más salvaje. No
sé si los representantes públicos de las distintas formaciones políticas
representan tampoco las opciones más sólidas ni si contribuyen muy en positivo
a la estima y al enganche en esas estructuras. La abstención aumenta por
doquier y, en época de crisis, aún más. Es también fenómeno que merece un
desarrollo extenso pero que creo que tiene que partir de las evidencias que
aquí solo se enumeran.
Valgan
estos dos ejemplos de lo que se extiende en todos los campos de la convivencia
social.
¿Qué
le sucede al individuo particular en esta situación tan zozobrante? Pues, entre
otras muchas cosas, que se desconcierta, que se esconde y se repliega en sí
mismo y que se hace mucho más un ser hiperindividualizado. El
hiperindividualismo era -es- otra de las características de este mundo del
hipercapitalismo. Es el nuevo homo
individualis. Pero también es el homo
dudans, el homo timorosus… el hombre hallado y, en alguna medida, también
perdido en el marasmo y en la falta de asideros convincentes.
¿Cómo
se puede combatir esta situación? ¿Qué banderines de enganche sustituyen a
estos que se han perdido?
Porque
el ser humano, a pesar de los pesares, sigue siendo un animal social, no puede
desengancharse de los demás y su vida se concreta en una red de relaciones y
termina siendo sus propias circunstancias. Perdidas sus ataduras y sus
seguridades de antaño, desinflado en sus referencias religiosas, de clases, de
representación pública, desnortado en algún modo en las reglas de la estructura
familiar, más solo y solitario que nunca a pesar de tener todo el mundo a su
alcance, huérfano de metas comunitarias que le resulten creíbles, lejos de
teorías filosóficas, religiosas o políticas que expliquen de manera global el
mundo, ¿adónde puede acudir?, ¿qué le
puede servir al menos de placebo para engañarse en esa soledad?, ¿en qué se
puede diluir para dejar que el tiempo corra de la forma menos mala posible?
Seguramente
esté encontrando vías en las redes sociales algo de ese sucedáneo, tal vez los
rebrotes de agrupaciones particulares obedezcan a esta situación de
individualismo: ONGs, grupos de todo tipo, peñas, sociedades deportivas,
asociaciones varias, cofradías, sectas, clubes… Pero todo en grupos
fragmentados y particulares. Y con el triste contentamiento de que pasar el
rato no muy mal es suficiente. El hombre está en todo el mundo y todo el mundo
está en cada hombre, pero el ser humano anda solo y temeroso, se ha creado el
caldo de cultivo para todo aquello que favorezca el hiperindividualismo.
De
él se benefician todos los grupos que auspician, en la teoría o en la práctica,
el valor individualizado. Ahí está el éxito casi generalizado de las opciones
políticas de derechas, llamadas liberales de derechas, y el alza evidente de
las opciones extremistas. Y ahí está el señuelo casi invencible del hedonismo
como forma de huir de la soledad y hasta de la angustia, como intento de
arreglar tanto desarreglo y tanto grito solitario, tanta soledad y tanto
aislamiento invirtiendo en uno mismo y en su regalo. Y no es un hedonismo
cualquiera. El ser humano se ha dejado engatusar por el hedonismo que encuentra
su espacio y su tiempo, su antes y después, su contexto apropiado, en los
mercados y en el consumo. De tal manera que aquello que había desregularizado
todo se ofrece ahora para intentar arreglarlo. Quién lo hubiera dicho. Para
ello necesita que el ser humano se torne dócil y dispuesto a consumir sin
descanso. Será -es ya- el hombre consumidor.
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