Las tragedias naturales se
suceden al ritmo misterioso que marca algún dios desconocido. Las humanas
suceden a diario (Indonesia, Japón, Ahití, Filipinas…) y parece que a ellas ya
estamos acostumbrados, como los ancianos que repiten los actos sin muchas ganas
de analizar las causas, acaso porque ya conocen la última y repetida
consecuencia que es la muerte.
Estos grandes desastres son cada
día más universales, aunque sigan igual de caprichosos y de mortíferos que
siempre. También esas tragedias han tomado el camino de la globalización y ya
no sirve aquello de ojos que no ven, corazón que no siente.
Resulta sorprendente revisar la
historia para comprobar cómo antes estos grandes cataclismos parece que los
dictaban los dioses desde sus tronos celestiales, de vez en cuando para saciar
cualquier capricho o por un simple ataque de celos entre ellos. Después, la
aldea global de las comunicaciones ha situado también estos horrendos
espectáculos ante las narices de todo bicho viviente y las distancias se han
achicado hasta ponerlos todos en nuestras casas. De ese modo, la tragedia
global se desmenuza y se vuelve álbum con fotografías que son primeros planos y
golpes en la cara y en la conciencia de todos y de cada uno.
Tal vez por eso las respuestas
sean ahora también más generales y las conciencias se agiten y respondan desde
los lugares más lejanos y dispersos. Aquello de que la distancia es el olvido
se relativiza y empieza a no ser cierto del todo.
Cuando los dioses desencadenaban
alguna tragedia y dirimían sus diferencias a golpe de envidias y de guerras,
terminaban la contienda con alguna solución más de poder que de otra cosa, o al
dictado del dios de dioses, que acababa poniendo orden con un ordeno y mando
más severo. Después todo se ha ido fiando a la voluntad del Dios único y al
socorrido Dios lo ha querido y los caminos de Dios son infinitos
y misteriosos, o tal vez infinitamente misteriosos, que queda más
misterioso todavía. Entonces se impone el silencio, el acatamiento, el hágase
tu voluntad y hasta el Te, Deum de acción de gracias.
Pero llegó un momento en el que
la razón pidió paso y se enfadó ante tanto desconcierto y ante tanto misterio.
Tal vez fue en la época de los ilustrados del dieciocho cuando esto empezó a
mostrarse más clarito. Y se buscaron razones a las cosas, también a las
catástrofes, y, en fin, la duda y el misterio se fueron apartando del campo de
batalla. Solo en las mentes de los que se sintieron defraudados, no en los
representantes de los dioses, que siguieron atados a sus rezos y a los
designios ocultos de extrañas voluntades.
Calculo que aún hoy día esos
líderes del espíritu siguen mirando al cielo después de las tormentas e
inclinando sus rodillas en tierra, santificando cadáveres y absolviendo
difuntos; todo para cumplir la voluntad de lo sagrado, para seguir dando pábulo
a lo más misterioso y arcano, al territorio de lo que nadie sabe dónde para. Y
acaso es lo peor que tal vez lo sigan haciendo desde el lujo y el boato de los
ritos y de los trajes sagrados más vistosos, en un botellón místico que busca
los consuelos y agranda las tristezas y los miedos, o tal vez en la seguridad
de que el poder se exhibe mejor cuanto más miedo cause.
Y cuando no son los santones
religiosos, acaso son los dueños del dinero, que inventan un rastrillo de cruel
beneficencia para acallar conciencias y distraer razones más profundas. Porque
hay gurús con mitras y sotanas, y los hay con cartillas atascadas de ceros en
sus hojas, esos ceros que controlan el mundo, que someten la voz y los
instintos y conducen también las opiniones.
¿A qué dios implorar en estos
casos? ¿O a qué dios despeñar en el abismo? Entre razón y abismos anda el
juego. Y conviene apostar a lo más limpio. La tierra es ya un latido universal
y duele cada miembro en los sitios más negros y profundos.
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