Con frecuencia declaro que nada
de lo que sucede por ahí me es ajeno. No sé si lo digo más por realidad que por
deseo. La práctica me indica algo bastante más pobre y sencillo.
Salí ayer con mis amigos hasta
Piquitos, un paseo serrano helador pero reconfortante por casi todo: paisajes,
conversación, viandas, ejercicio físico… Llegué a casa a la hora de comer y,
desde ese momento, no sé de lo de ahí fuera en todo el fin de semana, si no es
por la vista que de mi amplio jardín, que es la sierra, contemplo desde mi
terraza. No sé qué hay por las calles de esta estrecha ciudad ni lo que sucede
en otros lugares. Apenas algunas noticias que me ofrece la tele y que se
superponen por momentos quedándose en el olvido rápidamente.
Sospecho que, en realidad, existe
una indiferencia bastante evidente de mi cerebro hacia lo que me rodea, y mucho
más hacia lo que me queda lejos. Tal vez por hacer realidad aquello de “ojos
que no ven…”. Mi cuerpo y mi pensamiento han andado muchas horas ayer y hoy de
sillón en sillón, recogiéndome del sentido de frío que me trae el aire. Y no es
que mi imaginación no haya ido lejos, sobre todo a través de la lectura. Lo que
quiero decir es que todas las imágenes terminan viniendo a mi terreno, a mí
mismo, a mis apetencias. También las más frecuentes, las de mi familia más
próxima, tan desperdigada por ahí durante estos dos últimos días.
Lo que me ha sucedido estos dos
días, en realidad es lo que me sucede siempre y lo que, sospecho, le ocurre a
todo el mundo. La mente se concentra en una geografía reducida y en un tiempo
limitado. De hecho, los lugares que me interesan son los vividos con más o
menos intensidad; y el tiempo de recuerdo se me agota en dos o tres
generaciones como mucho: los padres, los abuelos (a los que ya no conocí), los
hijos, mi nieta, la familia, los amigos…, y ya todo se disuelve y se disgrega
como una nube aislada y perdida en el cielo.
¿Por qué le sucede esto a los
humanos? ¿Es bueno o malo que esto ocurra? Sospecho que se trata de un acto de pura
supervivencia y de algo impuesto por las limitaciones del recuerdo y de la mente.
Acaso sencillamente para cumplir aquel dicho popular de que “el que mucho
abarca…” Tal vez la energía que necesita mi mente para sobrevivir en estos
espacios y en estos tiempos reducidos no sea poca y la naturaleza no me dé ni
nos dé más a ninguno de los humanos. Puede que también en esto tengamos que
aprender a no ser derrochadores pues lo que hay es lo que hay.
Es otro misterio de la especie
humana, tan simple y tan compleja a la
vez, tan rica y tan pobre, tan puesta como por casualidad en un pequeño planeta
que orbita una pequeña estrella perdida en una galaxia entre galaxias.
Menos mal que, en esa casualidad
de las casualidades, me encuentro con la vida y con las gentes, con la
proximidad de aquellos que me quieren y
a los que querría querer como única empresa en la que gasto todos mis ahorros.
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