lunes, 11 de noviembre de 2013

C.J. Y EL SISTEMA


C.J. estudió con constancia su Grado universitario. Tal vez no pensó demasiado en cómo adecuar sus aficiones a los estudios y a las salidas laborales del Grado que eligió. Tal vez. Su mente andaba ocupada en muchas otras cosas y, después de todo, la vida es al fin una aventura y un camino que hay que andar según a uno le vengan dadas. El caso es que C.J. era constante en su trabajo y no tuvo retrasos en su preparación.
Cuando acabó la etapa de estudios, se sintió ya con fuerzas y dispuesto a comerse el mundo. En realidad no era para tanto: apenas aspiraba a situarse dignamente en el sistema que siempre había conocido, al menos por encima. Le tenía que esperar un trabajo digno, un sueldo para poder sobrevivir con alguna holgura y algún extra para andar de acá para allá sin demasiadas necesidades de pensar. Jamás se había planteado la bondad o maldad de la escala de valores de la sociedad en la que había vivido y seguía viviendo. Poquita cosa, nada nuevo, todo para que la inercia siguiera y para dejarse llevar con el viento favorable.
Pero pronto se dio cuenta de que no todo era rosas ni perfumes. Comenzó a mandar currículos por todas partes y no recibía respuesta de nadie. Siguió insistiendo y más de lo mismo. Solo de tarde en tarde lo llamaban para actuar de acompañante en algún congreso; a él que tanto había estudiado los conceptos organizativos y las estructuras de todo tipo. El resto del tiempo, nada da nada.
C.J. comenzó a sospechar y hasta llegó a hacerse a la idea de que su trabajo, si es que llegaba, poco tendría que ver con su preparación. Y se resignó a ello, y se preparó para lo que llegara.
En los últimos meses estaba dispuesto a aceptar cualquier tipo de trabajo con tal de sentirse útil, de ganar un dinero y de empezar a diseñar un proyecto de vida. Porque C.J. frisaba ya los veinticinco y el tiempo se le marchaba deprisa, como se van las nubes en el tiempo de otoño.
Un día cualquiera lo llamaron de una compañía aseguradora. Ya ni se acordaba de que había solicitado también allí un trabajo. Se arregló un poco más y acudió esperanzado. Le ofrecieron exactamente esto: venta a domicilio de productos eléctricos; alta en la seguridad social como autónomo por su cuenta; a partir del quinto cliente conseguido en el día una comisión que enseguida entendió ridícula; si no se conseguían los cinco clientes, no se cobraría nada; un día al mes de reunión con el resto de vendedores de la empresa para intercambiar experiencias y formación, con comida gratis incluida.
C.J. se mordió la lengua y se marchó a casa. Pasó mala tarde. Apenas cenó. No durmió casi nada. A la mañana siguiente, se echó a la calle en busca de clientes. En la primera semana consiguió seis clientes, muchos disgustos, ningún sueldo, todos los desánimos y el juramento de que el lunes le tiraría la carpeta en la cara al encargado de la empresa. Algún compañero más veterano le contó su experiencia, que no superaba los 300 o 400 euros al mes.
C.J. pensó que en una ONG que tenía instalaciones cerca de su casa le podrían ayudar a cambio de prestarles su ayuda. Desde entonces, allí pasa las horas y allí come un par de veces al día. C.J. está bastante contento con lo que hace y con las horas que le quedan para pensar, para leer y para tumbarse al sol los días que este quiere acompañarlo.
De C.J. dicen que es antisistema. Cuando él oye que lo llaman así, se cuadra, mira fijamente, dibuja una sonrisa indescifrable y sigue imperturbable en sus quehaceres. Un día me confesó que en realidad no solo él era antisistema sino que el sistema era el que estaba contra él y contra su dignidad; por eso había decidido mantenerla lejos del sistema.

De vez en cuando C.J. y yo nos echamos un parlao y arreglamos el mundo, nuestro mundo, ese otro mundo que tal vez exista aunque no sabemos muy bien dónde.

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