C.J. estudió con constancia su
Grado universitario. Tal vez no pensó demasiado en cómo adecuar sus aficiones a
los estudios y a las salidas laborales del Grado que eligió. Tal vez. Su mente
andaba ocupada en muchas otras cosas y, después de todo, la vida es al fin una
aventura y un camino que hay que andar según a uno le vengan dadas. El caso es
que C.J. era constante en su trabajo y no tuvo retrasos en su preparación.
Cuando acabó la etapa de
estudios, se sintió ya con fuerzas y dispuesto a comerse el mundo. En realidad
no era para tanto: apenas aspiraba a situarse dignamente en el sistema que
siempre había conocido, al menos por encima. Le tenía que esperar un trabajo
digno, un sueldo para poder sobrevivir con alguna holgura y algún extra para
andar de acá para allá sin demasiadas necesidades de pensar. Jamás se había
planteado la bondad o maldad de la escala de valores de la sociedad en la que
había vivido y seguía viviendo. Poquita cosa, nada nuevo, todo para que la
inercia siguiera y para dejarse llevar con el viento favorable.
Pero pronto se dio cuenta de que
no todo era rosas ni perfumes. Comenzó a mandar currículos por todas partes y
no recibía respuesta de nadie. Siguió insistiendo y más de lo mismo. Solo de
tarde en tarde lo llamaban para actuar de acompañante en algún congreso; a él
que tanto había estudiado los conceptos organizativos y las estructuras de todo
tipo. El resto del tiempo, nada da nada.
C.J. comenzó a sospechar y hasta
llegó a hacerse a la idea de que su trabajo, si es que llegaba, poco tendría
que ver con su preparación. Y se resignó a ello, y se preparó para lo que
llegara.
En los últimos meses estaba
dispuesto a aceptar cualquier tipo de trabajo con tal de sentirse útil, de
ganar un dinero y de empezar a diseñar un proyecto de vida. Porque C.J. frisaba
ya los veinticinco y el tiempo se le marchaba deprisa, como se van las nubes en
el tiempo de otoño.
Un día cualquiera lo llamaron de
una compañía aseguradora. Ya ni se acordaba de que había solicitado también allí
un trabajo. Se arregló un poco más y acudió esperanzado. Le ofrecieron
exactamente esto: venta a domicilio de productos eléctricos; alta en la
seguridad social como autónomo por su cuenta; a partir del quinto cliente
conseguido en el día una comisión que enseguida entendió ridícula; si no se
conseguían los cinco clientes, no se cobraría nada; un día al mes de reunión
con el resto de vendedores de la empresa para intercambiar experiencias y
formación, con comida gratis incluida.
C.J. se mordió la lengua y se
marchó a casa. Pasó mala tarde. Apenas cenó. No durmió casi nada. A la mañana
siguiente, se echó a la calle en busca de clientes. En la primera semana
consiguió seis clientes, muchos disgustos, ningún sueldo, todos los desánimos y
el juramento de que el lunes le tiraría la carpeta en la cara al encargado de
la empresa. Algún compañero más veterano le contó su experiencia, que no
superaba los 300 o 400 euros al mes.
C.J. pensó que en una ONG que tenía
instalaciones cerca de su casa le podrían ayudar a cambio de prestarles su
ayuda. Desde entonces, allí pasa las horas y allí come un par de veces al día.
C.J. está bastante contento con lo que hace y con las horas que le quedan para
pensar, para leer y para tumbarse al sol los días que este quiere acompañarlo.
De C.J. dicen que es antisistema.
Cuando él oye que lo llaman así, se cuadra, mira fijamente, dibuja una sonrisa
indescifrable y sigue imperturbable en sus quehaceres. Un día me confesó que en
realidad no solo él era antisistema sino que el sistema era el que estaba
contra él y contra su dignidad; por eso había decidido mantenerla lejos del
sistema.
De vez en cuando C.J. y yo nos
echamos un parlao y arreglamos el mundo, nuestro mundo, ese otro mundo que tal
vez exista aunque no sabemos muy bien dónde.
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