Creo que no es la primera vez que
me refiero a esta fiesta de otoño, fiesta de Halloween, que se ha extendido
como las setas en el territorio de la piel de toro. Me sigue sorprendiendo su
éxito repentino. O, acaso más que sorprendiendo, me sigue disgustando que se
produzca este fenómeno. Me miro y me remiro por si habitara en mí alguna insana
envidia o por si la causa de este sinsabor tuviera que ver con alguna
frustración personal que me dejara en mal lugar y a los pies de cualquier
oscura deficiencia. Y, por más que miro, no encuentro en qué me puede afectar
personalmente que este hecho se produzca, salvo si aplico la teoría de la
mariposa o el adagio latino aquel de nihil mihi alienum puto. Creo que es el
fenómeno en sí lo que me llama la atención y sospecho que no es nada personal.
Porque en el hecho en sí lo que
genéricamente veo es una muestra de las más elocuentes de papanatismo y de
imitación acrítica de todo lo que nos llega del imperio de los Astados Unidos,
del padre de los inventos y del amo de las costumbres. Si esto lo adobo con los
medios de comunicación, con el género que mayoritariamente se encarga de
extenderlo entre los niños colegiales y, sobre todo, con el ambiente general de
la imagen y de la apariencia en el que nos movemos, tal vez la explicación se
me haga más sencilla.
Pero es que, aunque me lo
explique, no me siento complacido, porque casi ninguna de esas variables que
enumero me parece que actúa de la mejor manera, o, al menos, de la menos mala.
Hay costumbres que necesitan muy
poco tiempo para sentirse arraigadas en la piel de una comunidad; otras son
promocionadas dejándose llevar por el viento que más sopla y al servicio de los
intereses de los grupos que mejor pueden controlarlas. Cuando todo se pone a
favor, es difícil imponer racionalidad y sosiego en su análisis. En Béjar
tenemos ejemplos bien representativos. El asunto de los hombres de musgo, que
no tiene en la lógica ni pies ni cabeza, tiene invención personal conocida, y
ni siquiera alcanza la antigüedad de un siglo. Todo se puso a su favor para que
casi todo el mundo lo dé por bueno, lo practique y lo promocione, como si de la
creación del mundo se tratara.
Creo que el fenómeno este del
“truco o trato” revive el mismo esquema. Pero con agravantes añadidos que son
los que a mí me rayan en la sensibilidad: este asunto viene impuesto desde la
larga distancia, no tiene ni dos días, nada tiene que ver con la cultura de la
zona, y muestra un papanatismo muy difícil de entender. ¿Cómo no comprender el
rechazo exagerado que se produce entonces, por parte de muchos, de todo aquello
que provenga del imperio? Es el sencillo acto de acción reacción, tan poco racional
pero tan frecuente. En él caigo yo demasiadas veces, aunque desde ese fondo que
ahora acabo de esbozar.
Que viva el disfraz lo que tenga
que vivir, que la gente se divierta lo que tenga que divertirse, que corra la
imaginación y se desborde. Pero que lo haga desde la dignidad y desde la
consciencia. Amén.
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