martes, 5 de noviembre de 2013

LEÑA AL MONO


Resulta demasiado frecuente -y, según mi opinión, demasiado socorrido y sencillo para ser del todo verdad- afirmar que los políticos viven en su mundo y que lo más próximo a la realidad anda a años luz de ellos. No es fácil defender lo contrario porque la realidad casi apabulla en favor de los que defienden esa idea: obras faraónicas, proyectos sin explicar, aeropuertos vacíos, AVEs sin viajeros, leyes que parecen muy abstractas… El día a día indica que el ser normal, el de la calle, anda en otra dimensión, que sus esfuerzos se agotan en lo más pequeño, en lo inmediato, en lo que soluciona el presente sin mirar al futuro…, en el menudeo de las horas y los días: la compra, la comida, las letras de la luz, el agujero que no se tapa, la necesidad del hijo para el fin de semana, el capricho de un niño, o, como mayor dispendio, unos besos en busca del calor del amor de los más próximos. Poco o casi nada que ver con lo que los medios de comunicación vomitan a diario acerca de las preocupaciones de los políticos.
Todo eso es verdad, pero… hay algo que a mí no me ajusta.
Lo primero es esa especie de desgana según la cual parece que esperamos que los políticos nos tuvieran que solucionar todo. Sería tremendo arrojarse en sus brazos y olvidarnos de la responsabilidad que todos tenemos de ir ahormando nuestra propia vida, de ir solidificando un poco nuestros cimientos y de al menos hacernos copartícipes de lo que pasa por aquí y por allí. En todo caso, si no existe algún tipo de correspondencia entre lo que exigimos y esperamos de los representantes públicos y lo que les cedemos, la lógica se desbarata y todo andará ya manga por hombro. Por ejemplo, ¿cómo podemos pedirles trabajo si no les cedemos la organización del mismo? Porque si pedimos habrá también que dejar que el exigido tenga la capacidad para crear horarios, para formular producción, para cerrar y abrir centros de trabajo, y, en definitiva, para controlar y dirigir la economía. Como estoy seguro de que eso no se lo plantea la mayoría, al menos en términos absolutos, habrá que pedirle a esa mayoría que aporte lo que le corresponda del pastel, o de la falta del mismo, para que esto se mantenga. Porque, cuando todo va bien, tendemos a pedir que nos dejen solos y que nadie nos diga nada. En pura lógica, cuando vienen mal dadas, habría que tener la honradez o de seguir solos, o de reconocer el error de la época anterior. Esto, como todo lo demás, debería ser obra de toda la tribu; pero para ello tenemos que tener sentido social y comunitario.
El segundo elemento que no me ajusta es el hecho de que precisamente yo tengo que pedirles a los representante públicos que compaginen su estructural vital personal como si fueran una persona de la calle, pero que también tengan la altura de miras como para ver con perspectiva de futuro, para ir alentando propuestas que el ciudadano, uno a uno, no quiere, no sabe o no puede ver, precisamente por todas esas necesidades diarias que le roban el esfuerzo. O sea, algo muy diferente a lo que oigo a diario que se les exige. Dejar correr la actividad de la comunidad a su aire, sin perspectivas y sin previsiones y planificaciones, es ir al fracaso con toda seguridad. Mezclar ambas perspectivas no resulta sencillo, pero hay que aspirar a conseguirlo. Tanto me gustaría un ministro que pensara en lo que puede ser esta sociedad dentro de diez años como que tuviera un horario de ocho a tres y por las tardes saliera al parque a pasear con sus hijos o nietos, o que fuera al cine o al mercado de vez en cuando. ¿Qué diríamos de un ministro que cerrara el ministerio a las tres? De vago para arriba y mucho más. Pues hay que ponerse de acuerdo y ser un poco lógicos. Quizás empezando por ellos mismos que no han de sentirse con ningún destino histórico ni nada que se le parezca sino como un obrero más que trabaja con otros a España y que un día cualquiera deja el sitio para que empuje otro y nada más.
Me gustaría que la vida real estuviera compuesta de ambas partes. Y con la misma fuerza.

Mientras tanto, venga leña al mono. Entre otras cosas porque en demasiadas ocasiones se la merece. 

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