Pues realicé el examen en el paseo del campo y no sé
si lo aprobé. Porque el día amaneció lluvioso, pero mi vara alta en asuntos
meteorológicos y de altura consiguieron que el cielo se fuera despejando de
lluvia, aunque no de niebla. Y el camino se encapotó en grises y en horizontes
difuminados, en jirones de niebla pegados a la loma de la sierra y en aclarados
para alguno de los picos que apuntan hacia el cielo en los contornos.
Nosotros elegimos un camino clásico que nos llevó
desde la villa serrana de Candelario hasta la llamada Puente Nueva (así, en el
arcaico femenino), por el húmedo camino que se aleja de la carretera y se va
acercando al río, mientras el sonido del agua se va haciendo cada vez más
familiar y la ladera de la Peña Negra se alza majestuosa en el frente, sobre el
ángulo del pinar y del bosque de castaños y de robles. Después, el río y la
dehesa.
Porque hoy quien más tenía que hablar era la
naturaleza, con sus ocres y su color ya casi invernizo, con sus hojas ya
vencidas y oscurecidas, rendidas al silencio del invierno y al lecho mullido
del suelo y del olvido. Y tenía que hablar el agua, con su cantar continuo y
rumoroso, con su color limpio y con su caminar apresurado camino de lo hondo
del valle y del lejano mar, su patria recurrente y añorada. Qué bien sonaba el
agua en el remanso de Puente Nueva, venero del consumo de esta ciudad de Béjar
y cómo, a sus orillas, el silencio era otro más sonoro. Y tenía que hablar
cualquier regato que rinde su tributo al río que lleva el nombre varonil
de Cuerpo de Hombre. Y tenía que dejarse
oír la densidad del ambiente y el último piar de algún pájaro en cualquier rincón
del bosque. Y tenían que dejarse oír las palabras de los caminantes, que
arreglaban el mundo en poco tiempo y llenaban la andorga de buenos alimentos,
al amparo del aire y de los árboles, ya casi desnudos pero sin aparente frío,
en la dehesa. Y acaso tenían que decir algo las ideas y algún atisbo de teoría
y tal vez alguna muestra de satisfacción por el ambiente todo.
Y fue tanto a la ida como lo fue a la vuelta. Por
caminos parecidos y senderos grises y estrechos, lejos siempre de los ruidos y
a la escucha de todo lo que la naturaleza, siempre sabia, tuviera que decirnos.
Poco puede extrañar que los sábados o domingos no sean
días cualesquiera; sobre todo si son días de paseo y de sentidos despiertos y
de observación, aunque se observe incluso que también allí demasiadas veces los
diálogos son sumas de monólogos y que eso de escuchar y de dejar hablar es
actitud mejorable. En realidad, no echo mucho de menos los referentes de los sábados
en las televisiones. Tampoco tiene demasiado mérito.
Manolo Casadiego aprovecha con frecuencia sus
habilidades y conocimientos de fotógrafo para llevarse a casa algunas instantáneas
que en algo se aproximan a la fuerza profunda de la naturaleza. Suyas son estas
fotos que dan noticia del valle y del bosque, del cielo y del río en este día
de otoño. Y también de mi torpeza a la hora de subirlas a esta ventana y desmejorarlas.
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