Setenta
medidas propuestas para regenerar la vida pública y para lograr una mayor
transparencia. No sé si son setenta medidas o setenta veces siete las que se
han presentado en el parlamento ni cuántas ni cuáles son las que se han
aprobado. Si sé que, con cierta regularidad, se presenta esta especie de lavado
de cara de la conducta social, que sirve para calmar los ánimos otra temporada,
mientras el día a día sigue haciendo emerger de las alcantarillas aguas fétidas
en abundancia.
No dudo de
que todo se haga con buena voluntad y con los deseos más limpios. O tal vez sí
lo dudo a la vista de los tiempos en que se presentan las propuestas y los
flancos que quieren cubrir. Pero creo que hay algo por encima de la voluntad
del legislador y del político. Con independencia de su voluntad, pienso que habría
que reflexionar un poco más acerca de en qué medida las leyes positivas pueden
cubrir todo el espectro y las variables de la convivencia humana. Al menos en
el sistema en el que nos movemos. Y me parece que, así como la lengua es el
mejor sistema pero a la vez es muy deficiente para la comunicación, del mismo
modo, el sistema jurídico resulta absolutamente insuficiente para llevar, ni
siquiera al índice, las múltiples variables de la vida y de la convivencia. Si
tuviera razón, resultaría que estos manojos de medidas supondrían un barniz,
pero en ninguna medida atacarían el mal de raíz. Me resulta de la misma
magnitud que lo que sucede con los curas pederastas: mientras no se planteen la
situación de los seminarios y conventos, la separación en la educación o la
posibilidad del matrimonio para los curas, el terreno estará abonado para desajustes
como los que conocemos y para los que no conocemos.
Los
defensores de un derecho más positivo, o más normativo, tienen sus razones al
advertir de las dificultades que se puedn plantear si no hay referentes claros
para el comportamiento individual de cada ciudadano y para garantizar sus
derechos. Pero también están favoreciendo el florecimiento de grupos de poder y
privilegiados que interpretan ese derecho positivo y convertido en normas siempre
a su favor y desde la supeditación al poder económico de un buen equipo de
abogados que busca hasta el último resquicio normativo con tal de salirse con
la suya. El derecho por encima de la ética.
El peligro de
los que acentúan por la otra parte, es decir, desde un derecho natural o
iusnaturalismo es el de que se nos vayan por las ramas y den el salto a una
concepción teocéntrica y absoluta, olvidándose del poder de la razón como
criterio humano generalizador.
La Historia
enseña que, en uno y otro casos, los poderosos han defendido lo que mejor les
ha convenido a sus intereses, y así, por ejemplo, se denigra la legislación de
subvenciones, pero se recogen a manos llenas si se puede. Pero también la
Historia muestra que los derechos generales van siendo cada día más y se van
incorporando al quehacer legislativo como algo que no tiene marcha atrás.
Muchas veces
pienso si no tendríamos bastante con el catálogo y las intenciones de los
Derechos Humanos, con la Constitución y poquito más. Y, si me apuran, con el
sentido común y con la buena voluntad. Sospecho que nos íbamos a ahorrar
conflictos por todas partes y abogados por todas las esquinas.
Es verdad que
el mundo es algo complejo, pero no sé si no lo hemos hecho nosotros mucho más
complejo de lo que en realidad es.
Estoy seguro
de que todas las medidas que hayan aprobado en el Congreso se hallan subsumidas
en la carta de Derechos Humanos. Y también estoy seguro de que se cumplirán
solo en una pequeña proporción. Y de que pronto volverán con otra gavilla de
intenciones para llamarse de todo. Y de que, por el medio, se reirán los que
practican el hecha-la-ley-hecha-la-trampa. Y de que… Porque acaso la raíz no
esté en la legislación sino en algún otro cercado donde crezcan la moral, la ética
y el razonamiento.
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