lunes, 17 de noviembre de 2014

RELIGARE



Si uno se asoma a la ventana de las religiones e intenta descubrir alguna razón de su existencia, siempre aparece un esquema en el que se conjugan el estado de felicidad original la caída en desgracia y pecado, y la necesidad de redimir esa culpa.
En esta tercera parte del esquema es en el que tienen su sitio las religiones que conocemos en su desarrollo histórico.
El asunto no es exclusivo del contexto histórico en el que nos movemos; es algo universal y que se asienta en el recorrido de todos los pueblos y culturas. Lo atestiguan los testimonios y los textos más diversos y lejanos: los que nos llegan del oriente, los que hemos rescatado del otro lado del océano, los del norte de la vieja Europa y los de las diversas culturas que bordean el Mediterráneo.
El tópico de las viejas edades de oro, que se van degradando en los metales (plata, bronce, hierro) se rastrea en los textos hasta los siglos más cercanos. El ejemplo del Quijote bien puede servir de referente. Y célebres son los modelos clásicos de Grecia y Roma en sus mejores filósofos y escritores. Entre los mejores para mí, el que recoge Ovidio en sus Metamorfosis. Aún hoy seguimos repitiendo en fórmula popular aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor.
¿Por qué esa necesidad de partir de una situación idealizada, que se corrompe y que necesita ser recuperada por algún elemento al que las religiones adoran, sacralizan, procesionan, ofrecen sacrificios y dedican costumbres varias?
No sirve demasiado -no al menos a mí- recordar que los dioses clásicos han dejado de existir. En primer lugar por la falsedad literal: ahí siguen las guerras y las matanzas continuas a causa de la religión y del nombre de algún dios. Y sobre todo porque, aunque las nominaciones se hayan cambiado, la sustancia y los esquemas se mantienen. Hoy los dioses se llaman dinero y mercados, fama y apariencia.
¿Cómo se ha llegado hasta aquí? En esta ventana apenas caben algunas preguntas y ningún desarrollo. Pero apuntaré al menos esa necesidad casi genética de preguntarnos por el origen y por el sentido de la existencia; la exactitud con la que encaja partir de un modelo inicial ideal; la degradación que se sufre inevitablemente al enfrentarse con el desarrollo de la vida y con las limitaciones de cada día; la necesidad de asirse a algo más “noble”; la conveniencia de crear una estructura que no solo consuele al ser humano sino que también serene en el orden y hasta en el miedo a los miembros de la comunidad; los réditos que de ello obtienen los que interpretan ese orden y esos preceptos y los poderosos de las comunidades; la costumbre y la fuerza que adquieren las repeticiones y los ritos; el sentimiento de culpa y de arrepentimiento que recorren todas esas sumas de preceptos; y cierto sentido de igualdad que, paradójicamente, suponen al situar a todos los miembros de la comunidad bajo un poder externo y superior.
En este contexto se producen las religiones particulares. En cada una de ellas esa redención necesaria para recuperar el sentido original de bondad y de felicidad se articula de manera diferente. En la occidental, es decir, en la cristiana, nada menos que el creador, tras una caída en desgracia rápida –fueron los primeros padres: no pudieron ni esperar unas generaciones siquiera- manda a su propio hijo al rescate de la comunidad que él mismo, se supone que en un acto de infinita bondad, había creado. Y además lo hace sacrificar en cruz. Y todo ello desentrañando el asunto de la trinidad pues es el hijo del padre. Y falta el espíritu. En fin, no sigo en el laberinto.
Tal vez por eso, los hombres, como en un acto de venganza y de berrinche, han ido degradando a su vez los elementos de adoración y de culto, es decir, sus dioses. Por eso se pasó del caos a los dioses en plural, luego a un dios, más tarde a la humilde razón y, en nuestros días, a algo tan diverso y huero como el dinero y la apariencia.
Porque los ritos siguen, las colas para los estadios y conciertos continúan, las procesiones de rodillas se renuevan cada primavera y los esquemas mostrencos y groseros no dejan de sonar día y noche.

Qué fenómeno este tan misterioso, tan importante, tan social y tan dejado de la mano de dios (están pensadas las palabras). Tal vez tendríamos que religare un poco más las cosas. Con serenidad y con calma. Y sobre todo con razonamiento, entendimiento y voluntad. 

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