Me
despiertan los días desde un sonido agudo y estridente. Es el repiqueteo de un
reloj que recuerda que hay que volver del sueño y del olvido. Y enseguida
comprendo que el sonido lo es todo o casi todo. Es la articulación fecunda en
la palabra de quien comparte espacio tiempo a tu lado, el instrumento excelso
para cifrar el pensamiento y darlo a conocer a quien lo escucha, en ese
fenómeno sublime de la comunicación. Pero es también el ruido suave de la
puerta cuando la cierro con cuidado para no molestar a los vecinos. Y lo es el
ascensor que gruñe en su sala de máquinas mientras me baja hasta la calle. Allí
descubro el suave recorrido del viento perezoso, y el sonido del motor de algún
coche que marcha presuroso, como si tuviera miedo de no llegar a tiempo a
ningún sitio. Las gentes a esas horas no levantan el tono y se mueven como en
el reino del susurro, mientras llevan a los niños al colegio. El parque es más
sonoro en el otoño; y no por los transeúntes, sino por esas hojas que crujen en
el suelo cuando paseo sobre ellas, ya frutos del cansancio y rendidas al césped
y al humus más sencillo. Qué hermoso es ese ruido tan continuo, qué armonía y
qué tonos.
Después
llega la risa de algún niño montado en bicicleta, que prefiere pedales a
pisadas para ir hasta la estación de autobuses; y ya desde tan niños: qué
conciencia tan alta de sí mismos, y qué placer el mío viéndolos diminutos en
sus bicis.
Me
voy hacia los campos, huyendo del asfalto y de los ruidos. Pero la huida es
falsa, porque hay ruidos por todas las esquinas. La carretera ruge en sus vehículos,
la Fuente del Regajo canta su melodía eterna, ajena a los horarios y a las
luces, y continúa el sonido del viento entre los árboles. Algunos vuelven ya de
sus paseos y dialogan serenos y tranquilos cuando me cruzo con ellos. Hacen
repique contra el suelo las últimas castañas que se rinden al suelo, abiertos
los erizos, y lagrimean las hojas con gotas de rocío entre sus venas. La Fuente
del Lobo parece darle réplica a la del Regajo aunque es más desigual en su
caudal y por ello en su música; ella da vida al paraje callado y solitario, que
evoca los calores del verano, ahora ya tan lejanos. Algún perro ladra y
juguetea entre los árboles buscando cualquier cosa entre las ramas. Y siempre
están los pasos del caminante y su eterna melodía que se acompasa al ritmo de
su respiración y a ese latido tenue que sigue dando ritmo y sensación de vida
con el sonido tenue. Los pájaros se suman al concierto con sus trinos ya débiles
y también espaciados. Con ellos y el sonido de alguna regadera, que encauza el
agua por el bosque, se puede dar espacio a los caminos de la imaginación y el
pensamiento.
Entonces
es la hora de los otros sonidos más intensos: la soledad sonora, el orden
expresivo de los sentimientos, la armonía de las ideas y hasta el canto de las
sensaciones más densas. Si hay compañía se comparte la música de la articulación
de las palabras; si el caminante va solo, habla consigo mismo, se desdobla en su
otro y entiende cómo canta la belleza del mundo natural, cómo expresa con
fuerza la energía de sus notas y cómo lo envuelve en su infinita melodía.
Cuando
el paseante vuelve a casa, ya anda lleno de sonidos, de música en sinfonía, de
coros de alegría, de sones y de ecos, de murmullos, silbidos y rumores. Es el
momento de aislarse y de ir hacia sí mismo, a escuchar con atención los sonidos
de los libros o de sus pensamientos y de entender que todo se manifiesta en el
sonido, en la música callada y en el silencio si uno sabe escucharlo. El mundo
entero es una sinfonía en la que hay que actuar de espectador atento y de intérprete
afinado para que suene bien y cante siempre.
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