Pero no dije
ayer de qué hablaron los elementos de la naturaleza, ni las palabras de los
caminantes. Porque desde ellos llegaron claros ecos de no se sabe bien qué
consistencias, o tal vez de relámpagos que ciegan y no dejan pensar y sopesar,
que impiden pesar y dar sustancia a las verdaderas realidades, si no fueran
ellas mismas.
El buen
caminante y dialogante es el que alcanza a rescatar los elementos de la simple
descripción y el que no se contenta con dejarlos y dejarse en ese primer gusto
que provocan. El agua invoca algo, la piedra golpea en las mentes para que
manen ideas y la vegetación se modifica como señal de alguna sensación que
tiene que ser algo más hondo y duradero. La naturaleza habla y representa, se
muestra en su desnudez y nos invita a dialogar con ella, a estar atentos para
descifrar algún mensaje que le sale a la vida por sus poros. Ella es
magnificencia y es también epifanía, muestra clara y muy densa de un gran
rompecabezas en el que cada caminante no es más que otra débil ficha que
dialoga o se calla, que contempla y que goza, que se afana en descubrir qué le
dicen las cosas o de quién se las dice.
Tal vez hay
dos caminos que asientan el diálogo, Hay uno aparentemente más sesudo (digo
aparentemente) que contempla la trabazón más lógica de la causa y de la
consecuencia; que mira más al uso y beneficio de las aguas y canales; que
divide los bienes de las presas en partes que se suman y se restan, en subidas
y rabajas de recibos, en planes de extensión y regadío, en balances y químicas;
que busca, en fin, la faz del silogismo. Y hay otro aparentemente más oscuro y
menos estricto (digo aparentemente), con menos matemáticas, que indaga en la
belleza que percibe el espíritu; que se engolfa en sentir si esa belleza tiene
principìo y fin y en qué se basa, si sus cánones repiten o se mudan con el paso
del tiempo; que mira si es el bien algo que corresponda con la esencia sutil de
la belleza; si la verdad comparte con ellos los caminos y tal vez los
principios; si alguien coordina aquello; si estamos ante el cuadro como copia o
se econde en sus pliegues algún eco de algún original.
Cuando sucede
esto, el plano es otro plano, y es entonces cuando la naturaleza vacaliza con
otra suavidad, con otro tono más suave y melodioso, y la vegetación entona en
otra escala y el agua se convierte en otra sinfonía más completa.
Debiera ser
este otro nivel el que sugiriera la pobreza de la palabra y la muestra
inmediata de la fotografía. Pero las fuerzas son escasas y el esfuerzo es muy
arduo. Se suplica perdón y eso ya es todo.
Yo sé que
aspiro a esa lectura cuando paseo en el campo, cuando suenan las aguas río
abajo, o cuando se remansan en las presas, cuando mece las hojas el viento en
las laderas o se cosen las nieblas con las rocas más altas de la sierra. Al
fondo duerme el valle, o parece que duerme, porque sigue contándonos a todos
capítulos del libro de la vida, de una vida más densa si sabemos mirar, oír,
soñar, y luego describir para buscar por último el centro más preciso de sus
significados.
Ahí, en ese
laberinto de círculos concéntricos, andamos sumergidos, en el medio impreciso
de una confusa niebla, pero partes sensibles de un concierto fantástico e
inmenso que alcanza lo visible y lo invisible, lo próximo y lejano, lo aparente
y lo oculto tras las primeras capas.
Hablaron las
palabras de la naturaleza. No sé si supe oírlas, si escuché con sorpresa y
atención su discurso más denso. Necesito más clases para estar a la altura del
diálogo. Pero soy un alumno vocacional y veterano: eso me salvará sin duda del
suspenso.
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