Distinguen
los filósofos espiritualistas entre el mundo físico y el espiritual, entre
organismos físicos y espíritus; ellos dicen que estos organismos físicos manifiestan la existencia del mundo
espiritual. Naturalmente para ellos, sitúan en un plano superior el mundo del
espíritu y en un plano inferior el de la realidad fenoménica. Entonces, el
cuerpo está obligado a seguir y a
obedecer al espíritu, a la mente, al juicio, al alma.
Pero
la atracción inmediata de los fenómenos y de los sentidos provoca desajustes y
ahuyenta a los más hondos y esenciales del espíritu. Ahí se situaría la causa
del mal en todas sus variantes.
El
filósofo espiritualista bejarano Nicomedes Martín Mateos enumera las causas
que, según él, pervierten las acciones de la inteligencia por influencia de los
apetitos externos. Son estos:
“Causas
internas: temperamento, edad, sexo, alimentos, hábito, sueño, enfermedades,
muerte.
Causas
externas: raza, lenguaje, clima, religión, educación, costumbres sociales y
políticas.”
Ya
es discutible la existencia separada de los fenómenos externos y de la
inteligencia, el ánima o alma, el espíritu, como se quiera llamar. Incluso la
existencia de nada que no sea fenómeno y realidad sensible. Ahí está el
fundamento para abordar la explicación filosófica de una manera o de otra,
desde el sentido materialista o desde el espiritualista.
Pero,
en todo caso, me parece muy interesante recoger este ramillete de causas,
porque, adjudicadas a un nivel o a otro, realmente configuran una manera de
sentir y de ser, de actuar y de pensar, de explicar materialmente o espiritualmente
al ser humano. Tal vez no seamos más que lo que en esta lista se enumera, en
una mezcla rara y desigual, que nos configura, nos sostiene y nos deja tirados
cualquier día y en cualquier situación. Analizarlas y conjugarlas no es mala
tarea, en busca de un equilibrio que dé templanza a nuestros días y un poco de
sosiego y de perspectiva a nuestras vidas.
Nicomedes
lo hace, aunque de una manera cuando menos sorprendente y no sé si demasiado
simple. Cuando ya se ha pasado en el análisis toda la metafísica (la metafísica
en su obra) y las ideas se hacen preceder y descansar en un ser superior
infinito y único, todo corre el peligro de dejarse llevar en cuanto atisba un
asomo de encaje en la muñeca rusa de más tamaño.
Copio
unos párrafos referidos a la causa del sexo: “El sexo establece diferencias más
marcadas en el temperamento, dividiendo en dos mitades al género humano.
El
hombre se distingue fisiológicamente por el gran desarrollo de las sensaciones
representativas, así como la mujer por el de las afectivas. Por esto la vida
del hombre es más industrial y emprendedora, más enérgica y robusta, y la de la
mujer más sedentaria, más tierna y delicada.
Únicamente
la fisiología puede sondear ese intrincado laberinto de caprichos, de
disimulaciones, de voluntades inconstantes que aparecen en la mujer, debidas a
la sensibilidad y delicadeza de su organismo. Esta misma delicadeza presta un
gran dominio a sus impresiones y le impide perseverar en los trabajos del espíritu.
La mujer es más propensa a lo que puede afectarla, más dispuesta a conmoverse
que a reflexionar.
Por
esto se complace, como decía madame de Sevignè, con las novelas y con los
sentimientos caballerescos.
Se
ha dicho que el genio no tiene sexo. Con más razón puede afirmarse, que todas
las cualidades morales tienen su sexo.
Verdad
es que la mujer participa de todo lo esencial al ser humano; pero bajo una
forma peculiar, que le es propia. Goza de las mismas propiedades intelectuales;
pero predominan en ella las relativas al gusto.
Sobresale
en el hombre la facultad de abstraer, la de despojar el ideal de su forma
concreta, y en la mujer la de sensibilizar lo abstracto. Se ha dicho que el
hombre elabora la idea y que la mujer le da carne y hueso.
Resulta
de lo expuesto que, sin que las almas tengan sexo, hay en ellas un carácter
original, distintivo y armónico, que las reúne y asocia para fines
providenciales.”
La
cita echa chispas y bien serviría para un coloquio feminista. No sé si se
conseguiría la serenidad y el sosiego. Acaso si se leyera sin prejuicios y se
tuviera en cuenta que fue redactado a mediados del siglo diecinueve se entendería
mejor su contenido y serviría de punto de partida para un intercambio más
productivo y sereno.
El
perfil de este filósofo es el que es y los elementos desgranan el esqueleto de
la tradición y de una organización mental en la que el elemento espiritual se
alza muy por encima de todo lo fenoménico, hasta el punto de que lo ata y lo
embrida en una servidumbre sin excepciones. Para entenderlo mejor hay que
comenzar leyendo e interpretando la metafísica. He escrito para entenderlo, no
para estar de acuerdo o en desacuerdo.
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